viernes, 4 de diciembre de 2009

Etemenanki - Daniel Frini



—¡Acá, che!— gritó el Tuki
—¿Dónde está, chamigo?— dijo el paraguayo. La voz parecía venir desde abajo. —¿En qué piso?
—¿Cómo puedo saber qué piso es? Uno o dos más arriba, detrás de unas bolsas de cemento.
El edificio en construcción era altísimo; y más de una vez habían desayunado, bien temprano en la mañana antes de empezar el trabajo, en medio de la bruma de las nubes que mantenían en sombras las casas de la ciudad, mucho más abajo. El Tuki traía, siempre, un termo con café que no se vaciaba nunca. El paraguayo tenía listo su mate, en todo momento, bien caliente en invierno y tereré en los tórridos veranos del desierto.
— Mba'éichapa che ra'a. Va a ser un lindo día el de hoy.
—Sí— contestó el Tuki —Siempre y cuando no venga el alemán.
—Andá a saber dónde anda. Debe estar con los italianos viendo cómo arman las vigas, más arriba.
—O con los japoneses que están instalando los ascensores.
—Mirá si se va a subir tantas escaleras como nosotros ¿no, chamigo?
—¡Ja!, por ahí las sube. Siempre anda apurado el señor capataz— ironizó el Tuki.
—¡Aufgepasst, sudacas de porrrquerrría!— imitó el paraguayo
—¡Callate, boludo! Por ahí anda cerca
En ese momento escucharon el sonido, apenas audible, que venía desde arriba, muy arriba. Ambos lo reconocieron de inmediato. Era un alarido, un “¡Aaaaaaa!” continuo, muy agudo, que crecía en intensidad. Ambos se acercaron al borde, sin pared, de la construcción y levantaron la vista, buscando.
—Viene de lejos, chamigo
—Ajá.
El grito, cada vez más alto, se aproximaba.
—Ahí tá— dijo el paraguayo
—¿Dónde?— preguntó el Tuki.
Apenas terminó la pregunta, lo vió. El hombre pasó a un par de metros, como una exhalación, moviendo desenfrenadamente sus brazos, los ojos desorbitados, la cara roja; la tela de su thawb agitada por el viento; y continuó la caída. El sonido se alejaba, ahora en un tono más grave. Ambos lo siguieron con la vista, hasta que se perdió en las nubes bajas.
—Doppler— acotó el Tuki
—¿Quién, chamigo?— preguntó el paraguayo
—Efecto doppler. El sonido es más agudo cuando se acerca, y más grave cuando se aleja.
—Mirá usté. Se aprende con vos, chamigo.
—Hoy empezamos temprano con las caídas— dijo el Tuki
—Árabe, parecía— dijo el paraguayo
—O hindú
—El último de ayer parecía africano, apenas con un taparrabos
—Yo conté veinte, ayer
—treinta y uno, yo.
—Te apuesto que el próximo es un chino
—¿Cuándo nos caeremos nosotros?
—¡La boca se te haga a un lao!
—Mirá chamigo, acá vos ves cada uno trabajando, y yo no entiendo lo que habla ni la mitá. Te saludan en inglés o en ucraniano; te gritan en francés, en ruso o en cantonés; te piden algo en portugués, en farsí, en bengalí, en coreano, en sueco o en polaco. Pero al alarido sí que lo entendemos todos.
—Dale paraguayo, vamos a trabajar antes de que nos agarre el alemán y nos descuente la hora.
—Tenés razón, chamigo
Empezaba, así, un día más, una jornada de trabajo corriente en la inmensa, altísima, infinita Torre de Babel

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