Estableció con exactitud el ciclo de rotación de la Tierra en torno del Sol y trazó las más precisas cartas celestes antes que Copérnico. Fue el primero en concebir el mapa del mundo adelantándose a Toscanelli. Los gobernantes buscaron su consejo sabio, pero, cuando su opinión contradijo los dogmas del poder, tuvo que retractarse por la fuerza, tal como lo haría Galileo Galilei dos siglos más tarde. Imaginó templos, palacios y hasta el trazado de ciudades enteras durante el esplendor del Imperio. Concibió el monumento circular que adornaba la catedral más imponente que ojos humanos hubiesen visto jamás. Varios años antes que Leonardo da Vinci, imaginó artefactos que en su época resultaban absurdos e irrealizables; pero el tiempo habría de darle la razón. Adelantándose a Cristóbal Colón, supo que la Tierra era una esfera y que, navegando por Oriente, podía llegarse a Occidente y viceversa. Pero a diferencia del navegante genovés, nunca confundió las tierras del Levante con las del Poniente. Tenía la certidumbre de que había un mundo nuevo e inexplorado del otro lado del océano y que allí existía otra civilización; sospecha que habría de confirmar haciéndose a la mar con un puñado de hombres. Se convirtió en naviero y él mismo construyó una nave inédita con la cual surcó el océano Atlántico. Tocó tierra y estableció un contacto pacífico con sus moradores. Pero sólo porque estaba en inferioridad de condiciones para lanzarse al ataque. Comprobó que el Nuevo Mundo era una tierra arrasada por las guerras, el oscurantismo, las matanzas y las luchas por la supremacía entre las diferentes culturas que lo habitaban. Vio que los monarcas eran tan despóticos como los de su propio continente y que los pueblos estaban tan sometidos como el suyo. Escribió unas crónicas bellísimas, pero para muchos resultaron tan fabulosas e inverosímiles como las de Marco Polo. Supo que el encuentro entre ambos mundos iba a ser inevitable y temió que fuese sangriento. Y tampoco se equivocó. Trazó un plan de conquista que evitara la masacre. Retornó a su patria luego de dar la vuelta completa a la Tierra, mucho antes de que Magallanes pudiese imaginar semejante hazaña. A su regreso, advirtió la inminente tragedia a su rey.
Si hubiese sido escuchado, la historia de la humanidad sería otra. Jamás consiguió que le otorgaran una flota y una armada para lanzarse a la conquista. Fue el primero en ver que ningún imperio, por muy poderoso, magnánimo y extenso que mese, podría sobrevivir a la ambición de sus propios monarcas. Pero fue silenciado. Tomado por loco, condenado al destierro, vaticinó el fin de su Imperio y la destrucción de la ciudad que él había contribuido a erigir.
Supo con muchos años de antelación que la única forma de que su civilización no pereciera, era llevando adelante el desafío más grande de la humanidad: la conquista de Cuauh-tollotlan, como él bautizó al nuevo continente, o Europa según el nombre con que lo llamaban los salvajes que lo habitaban. Fue el más brillante de los hijos de Tenochtitlan. Su nombre, Quetza, debió haber fulgurado por los siglos de los siglos. Pero apenas si fue recogido por unas pocas crónicas y luego pasó al olvido. Su interés por la unificación del mundo no era sólo estratégico: al otro lado del mar había quedado la mujer que amaba.
Lo que sigue es la crónica de los tiempos en que el mundo tuvo la oportunidad única de ser otro. Entonces, quizá no hubiesen reinado la iniquidad, la saña, la humillación y el exterminio. O tal vez sólo se hubiesen invertido los papeles entre vencedores y vencidos. Pero eso ya no tiene importancia. A menos que las profecías de Quetza, el descubridor de Europa, todavía tengan vigencia y aquella guerra, que muchos creen perteneciente al pasado, aún no haya concluido.
Hasta la fecha, sus vaticinios jamás se equivocaron.
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