No cualquiera se daba en aquel entonces una vuelta por Madrid a mirar el tríptico de “El jardín de las delicias” de un holandés llamado Hieronymus Bosch. El Marqués de Sade quiso ir cuando supo de su existencia por dibujos que una pupila en el burdel de la Rue du Beaux Seins copiaba para divertir a sus habitués. Al joven Marqués lo fascinaban esas escenas de gente desnuda y diminuta en un parque dedicado a la lujuria y la lascivia, que para él no eran lo mismo, entreteniéndose solos, de a dos o de a varios.
En una calesa de gran alcance llegó a Madrid y se dedicó a buscar el lugar de tal excepcional regalo de los dioses. No poca sorpresa le causó saber que estaba en El Escorial, nada menos que el fasto templo del ascetismo fanático, y ahí se fue a visitar a un amigo, Marqués como él, cortesano por entonces, de un reino vestido de negro.
Unos sirvientes pícaros y amigos de los Luises de oro, le mostraron el cuadro a la luz del día pero escondido de la vista de todos. Ahí, de Sade tuvo el tiempo necesario para anotar todo lo que veía y gozaba con exquisitez de aquello con que se regodeaban en tan famoso jardín.
Pero primero tuvo que quitarle los ropajes con que habían ataviado esos culos floridos, esas tetas al aire; las escenas de jolgorio estaban poco menos que canceladas con grafito, los monstruos simpáticos que parecían juguetes sexuales habían sido transformados en gatos adormilados y perros de caza. Fue mucho trabajo, pero al hacerlo, de Sade supo que estaba ante una de las más grandes obras de toda la Historia y no podía concebir que estuviese en tan pacato ambiente, con los personajes vestidos en lugar de lucir sus cuerpecitos como quiso el artista.
De modo que, con la complicidad de aquellos dos sirvientes amantes de la buena vida, como él, se cargó el cuadro y lo llevó a su castillo en Lacoste. Ahí fue devuelto a su vida original, con paciencia y concupiscencia por parte del Divino Marqués quien probaba un desmedido apetito venéreo con cada pincelada original que podía revelar con su paciencia. Con el tiempo, en El Escorial notaron la falta, pero más los alivió que dejarlos preocupados, de modo que nunca más se habló de esto ante los monarcas.
En los albores de la Revolución, previendo una ola de prohibiciones y censuras, Donatien Alphonse dispuso regresarlo a El Escorial mediante similar ardid al de su robo, pero sin retocar un ápice esa hermosa muestra de voluptuoso placer pintado.
Recién fue redescubierto cuando todos los testigos de su desaparición o estaban muertos o fuera de palacio, de modo que para su traslado a El Prado a todos maravilló lo bien preservado que estaba, a pesar del descuido e indiferencia con el que fuera tratado tantos siglos.
Todo porque nadie olió el olor a mar de Francia que traía el tríptico. Todavía hasta 1980 era notorio. Ahora el cuadro ha sido colocado lejos del público y ya no está permitido olerlo.
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