miércoles, 4 de noviembre de 2009

Historia de unos amores bastante imposibles, de cómo se intentó resolverlos y de cómo fue todo un fracaso – Héctor Ranea


Él tomaba una copa de cabernet franc, yo sipaba de un frasco de W-38, un aditivo gel superfluido de mi refrigerante de memorias. Se lo notaba mal, como siempre que hablaba de mujeres, cosa que sucedía cuando volvía a su territorio.
La inteligencia de Gagemundo Nenelmes funcionaba bastante mal. Aunque se le permitía el vino, sus limb se le ponían molestas cuando bebía demasiado. Esa cepa lo dañaba al mismo nivel que a los nativos y sus reacciones a fe mía que parecían calcadas de ellos. De hecho, nueve de cada diez de sus conversaciones terminaban en el tema mujeres.
Evidentemente, las terrenitas eran difíciles para un extracentáurico, no sólo por las limb, no sólo por la tonalidad púrpura, no sólo por el aujero sino porque ellas eran, fundamentalmente, gente complicada.
–Es increíble. Mirando en perspectiva nada tiene el más mínimo dejo de lógica. Todo es un embrollo sin ton ni son.
Yo trataba de mirarlo con actitud de entender, pero no sólo no entendía nada sino que el W-38 me provocaba sulfatación por la presencia de Cr VII que me obnubilaba, pero si no lo sipaba, la situación de descontrol térmico me hacía penar aún más.
El aujero de Gagemundo era muy singular. Nadie tenía uno como el suyo. Él a veces lo usaba un poco tomándonos el pelo a todos, porque podía fungir tanto de máquina del tiempo como de teletransportador. Con ese tipo de abalorios había seducido a más de una terrenita y en varios planetas lo esperaban para que llegara con su aujero a llenar las noches de hastío con él. Por eso tenía su nave llena con ellos. En cierta forma, estaba perdiendo el knack. Eso le preocupaba.
Yo había empezado a sipar unas horas antes. Mi trompa de toma era menos proboscídea que sus limbs y me conformaba con acercar mis telemanos al cárter de mi flúido, de modo que tenía ya cierto nivel de envenenamiento por cromo cuando él llegó. Esto me haría algo torpe en la tarea de revisión y ensamblaje de máquinas de suspensión de animación, pero él empezó con su compleja trama de mujeres terrenitas y sus hazañas de aujero antes de que pudiera irme de ahí. Y seguí sipando.
No había cómo comparar los limbs de los Nenelmes con nuestras trompas, así que era inútil que mientras él hablaba de sus terrenitas yo tratara de entender el funcionamiento de ellos y corría serios riesgos de ser abrasado por el plasma que exhalaban al lagrimear. Era bastante menos corrosivo que el cabernet, pero me jodía los entornos cuánticos de las soldaduras hiperplanas, de modo que no era agradable mantener el nivel de cromo aceptable y mantener una conversación con riesgo lacrimal por otra.
En resumen, el problema de Gagemundo era que la terrenita Goldsisa le había hecho pasar, tiempo atrás, una excelente tarde de mecánica general de mantenimiento de aujeros y limbs. Una maravilla. Compartieron, incluso, un curso de fresado de alta precisión con máquinas trans-Orión que reparaban motores átomo por átomo. Esta terrenita tenía una mano que hacía que los limbs de Gagemundo se convirtieran en delicuescentes femtobots de pocos muones, la lejía de las manos terrenitas que sobaban su aujero no le producía el acostumbrado ardor.
Le extrañaba a Gagemundo, sin embargo, ese aire ausente que embargaba a Goldsisa durante el servicio. Ella, solía tener su overol bastante mugriento, tres o cuatro átomos de As por unidad de superficie, cosa que era suficiente como para intoxicar a cualquier Nenelmes extragaláctico hasta hacerle llorar el aujero y un poco abierto arriba, pero no daba ni noticias de entender que detrás de ese manojo de limbs había una sensible existencia de programación inteligente y que esas maniobras de resucitación de limbs fláccidos no pasaba inadvertida:
–¡Así que por qué me abandonaste! –gritaba Gagemundo después de la quinta copa de cabernet inundándome de lágrimas de plasma.
Nada de esto era oído por la percanta, ya que su función era munir al hexadodecápodo de un aujero pulido, lustroso, femtobotizado y no escuchar sus plegarias de amor eterno o sandeces de ese tenor.
No lo escuchaba simplemente porque todos esos bichos eran iguales.
–No entiendo –se decía– esos chirridos y tengo otras cosas en qué pensar, lo que no incluye andar tras una especie de linterna con patas sin control externo y que parece vivo sólo porque repite sus bips cuando le lustro cada limb.
Goldsisa, aunque el aujero de Gagemundo fuera tan atractivo como sus deseables limbs, no hacía más que lo estrictamente profesional. Al principio ella se daba cuenta de que Gagemundo retornaba siempre, con excusas estúpidas y voliciones absurdas y, sobre todo, malfunciones imaginarias de sus limbs. Complementos, siempre, de lo mismo. A ella, en la estación le habían asegurado que se trataba de esperpentos extragalácticos pero, en cierta oportunidad, un pitido salvaje le dio la pauta de que ahí dentro yacía algo más. De que no era una mera coordinación de electrones y superconductores.
Después de todo, el aparato ese nunca la había comprendido. Goldsisa sabía que muchas muñecas terrenitas cedían a los encantos de estos hexadodecápodos y les hacían creer que tenían por ellos altos sentimientos pero que, en realidad, todo lo que buscaban era un buen viaje en el tiempo para acertar en el bingo y poner créditos en su cuenta. La parte mala era que los “aujeros andantes” como los llamaban ellas, se creían dueños de sus vidas después del viaje y empezaban las fulerías.
La historia terminó mal. Antes de disipar mi envenenamiento, el Nanelmes pidió a Goldsisa, vía remota, un servicio no autorizado por el protocolo, aun sin confirmación del turno, cuando llegó lo esperaban del Consulado extracentáurico. Los mecánicos lo desarmaron y encajonaron casi instantáneamente. Lo único que no pudieron guardar fueron las lágrimas de plasma y las tiraron sobre mí como si fuera inmune.
Estoy recuperando mi coraza protónica con cabernet.

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