A Sergio Gaut vel HartmanDesde mis tiempos de marinero que le tenía ganas. Desde esas épocas de compartir cuitas con hombres rudos, poco dados a confesiones y noches pasadas en la cubierta, soportando tormentas con mi capa flotando en fuegos de San Telmo. Esos tiempos los menciono sólo porque dieron origen a esta exageración mental que pronto se convirtió en obsesión.
La idea me vino al ver el primer marinero en la cubierta del velero, gritando cuando, a lo lejos, vio algo que no supo si era la costa de Zimbabwe o un cardumen de cebolleta de mar, una especie de alga navegante casi extinguida después de la desolación.
El capitán José Vicente, el grumete Sergio y yo corrimos hacia los medio mundos, sea para capturar esclavos de Zimbabwe si fuera la opción primera, como para capturar cebolletas, que en el mercado de Tokio se cotizaban mejor que el oro pues alargaban el pene o el clítoris de las damas que devorasen cebolleta seca. Esto generaba discusiones entre el capitán y la Tetona Mendoza, feminista acérrima, quien de vez en cuando aparecía para dar ánimos a la tropa.
Epifanía, llámenla si así prefieren, pero para mí fue mi momento de plata. Me dije que quería también yo aprovechar de las cualidades del pez cebolleta. Sólo que era un pobre marinero en la cubierta usando el medio mundo.
Por Internet, como si supieran de mi afán y de mis dimensiones, me llegaban no menos de sesenta mensajes por día asegurándome agigantar las partes con procedimientos que iban desde lo gastronómico (no sólo el pez cebolleta viene a dar esa bendición, sino también otras que me reservo nombrar) hasta lo astronómico (ciertos ejercicios de astrofísica resueltos a la luz de determinadas supernova) Mas ¡Ay! Semejantes procedimientos eran tan o más prohibitivos que el que venía del mar.
Hasta que, para mi consuelo, llegaría otra revelación. Efectivamente, la compañía que ofrecía el servicio era la Patmos Penis Palurdis SRL, ubicada en Aquino al 5200, ahí, en mi Buenos Aires querido, cuando yo lo vuelva a ver. Y a tres cuadras de donde me dejaba el 80 que tomaba en Beiró.
El conductor del bondi no me dejó subir con mi medio mundo, arguyendo que tenía olor a pescado podrido y seco. Le dije que sólo lo había usado para pescar peces de escayola, pero el maldito mutante me cerró el paso al grito desaforado de:
¡Salí de ahí marinerito trolo o te pongo de rodillas con la matraca! Dicho lo cual me mostró algo que sacó de debajo de su trono pero no alcancé a distinguir y aceleró su vehículo desparramándome por la calle, con mediomundo y todo. Yo, que venía orgulloso con mi olor a yodo, me van y lo confunden con pescado podrido.
Al segundo colectivo no lo paré. Lo seguí. Mi mediomundo y yo seguimos al 80. Lo montaba, a mi improvisado vehículo, como si fuera un monociclo, la red quedaba colgando como un halo y sin saberlo repartía por el aire hormonas de cebolletas.
Al inicio todo estuvo bien, salvo que le erré a la letra del recorrido y me dejó (es un decir) en la puta autopista, volviendo a Cañuelas, como si quisiera ver otra vez esa magnífica y ceceosa amazona de polo.
Volví siguiendo a otro bondi pero me dirigió para la famosa Loma del Tujes, en donde, obviamente, no podría encontrar la calle Aquino de alta santidad. Así, estuve ochenta días persiguiendo al 80 en todas sus variantes y vericuetos. Eso sí, ahora me pueden preguntar todas las calles desde Barrio Sarmiento a Barrancas de Belgrano pasando por Liniers y parando en todas, de marzo a diciembre, de enero a enero y de cuatro a una de la madrugada.
Finalmente, lo que les quería contar. Llegué un tanto exhausto montando mi medio mundo al PPPSRL y me dieron turno para esa misma tarde. Me preguntaran los curiosos y los obsesos: ¿En qué consistía el tratamiento? Pues bien, a fe mía que les cuento acá. Debía hacer régimen de comida, de vida sexual y reproductiva y de respiración kármica, con todo lo que eso conlleva. Lectura de libros de Lobsang Rampa, de Jius y de las aventuras de Ernie Pike. Eso es lo que había en la sala de espera. Luego de ir y volver varios días, comiendo asmodelos en salsa de pitagra, brebisteplos en croute de galvois, sinvepisios asados y brebajes como agua de baluchiterio en chocolate, me atendió un médico que más me dio la impresión de ser una mujer travestida.
Me dio con mucha ceremonia y secreto una caja de libra y media de escamas de algo con olor fuerte y reconocible. Le dije:
-¡Oiga! ¡Esto es pescado cebolleta seco!
-¡Por supuesto, so estúpido! ¡Qué otra cosa esperaba! ¿Cirugía? En su caso, le adelanto, hubiera sido imposible. ¿De dónde íbamos a agarrar la prótesis? Usted, m’ijo, no tiene nada de dónde agarrarse.
De más está decir que pagué cabizbajo y me alejé meditabundo. O más bien, silbando un tango. Creo que era Mi Noche Triste. Lo seguro es que me olvidé el mediomundo, nunca regresé a reclamarlo. Por cierto, las escamas del pez cebolleta, posta, no funcionan.
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