En el observatorio lo tenían por lento porque hablaba poco, aunque escuchaba mucho, escuchaba todo, en realidad. Hablaban del asteroide que fatalmente chocará contra la Tierra en 2028, o en la siguiente pasada, en el 2036. Y él no decía nada, pero se angustiaba.
—Usted ya no va a estar, don Felipe, no se preocupe —le dijo un día Torres Anderson, el astrónomo que se había entrenado en la NASA para subir algún día y limpiarle los mocos al Hubble—. ¿Cuántos años tiene? Más de sesenta.
Cuando pase el asteroide ya va a estar todo comido por los gusanos.
Pero Felipe se preocupaba igual y aunque no tenía hijos ni nietos la perspectiva de que la humanidad desapareciera, como había ocurrido con los dinosaurios, no le gustaba en absoluto.
Por eso, cuando se quedaba solo, limpiando el polvo, los papeles, las cáscaras de frutas y las colillas de cigarrillos fumados a escondidas, prendía todas las computadoras y probaba combinaciones de teclas con la inocente intención de hacer desaparecer al asteroide. No lo logró, por cierto, o no directamente.
—Che, loco —dijo una mañana Torres Anderson toqueteando el teclado como un poseso—. Júpiter, ¿dónde mierda se metió Júpiter?
Pero Felipe se preocupaba igual y aunque no tenía hijos ni nietos la perspectiva de que la humanidad desapareciera, como había ocurrido con los dinosaurios, no le gustaba en absoluto.
Por eso, cuando se quedaba solo, limpiando el polvo, los papeles, las cáscaras de frutas y las colillas de cigarrillos fumados a escondidas, prendía todas las computadoras y probaba combinaciones de teclas con la inocente intención de hacer desaparecer al asteroide. No lo logró, por cierto, o no directamente.
—Che, loco —dijo una mañana Torres Anderson toqueteando el teclado como un poseso—. Júpiter, ¿dónde mierda se metió Júpiter?
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