viernes, 3 de julio de 2009

Cuatro señales - Sergio Gaut vel Hartman


La primera señal fue el libro; lo vio en una mesa de saldos de una librería de Olivos, apilado sin piedad junto a otros de la misma colección. Años atrás había escrito tres novelas de suspenso para un editor que no tardó casi nada en hacerse humo. Pero lo más sorprendente era que los libros hubieran sido publicados; nunca le llegó la menor noticia. La novela estaba firmada con un seudónimo elegido al azar en la guía telefónica, Tristán Finch, pero el título era el mismo: El estafador. Tomó el volumen y lo sostuvo en la mano; sonrió. Así que finalmente… Buscó las otras dos novelas sin éxito, por lo que se quedó con la duda de si habían corrido igual suerte. Era posible que sí, ya que había cinco títulos más, dos firmados por Germán Lawer y tres por Justo Santols. Resistió la tentación de comprarla, aunque costaba sólo diez pesos. ¿Tenía algún sentido?La segunda señal le llegó al día siguiente. Se sorprendió mucho al recibir un llamado telefónico de Damián Martínez, un médico que solía escribir cuentos en sus ratos libres y que en un tiempo había asistido a su taller literario
—¿Te acordás del usurero que usaste de modelo para escribir aquella novela de suspenso que te pidió Piturno?
—¿Así se llamaba? No lo recuerdo.
—¿Al usurero o al editor?
—A ninguno de los dos.
—Del usurero te tenés que acordar; lo tuviste colgado del cuello durante años, tratando de arruinarte.
—Casi lo logra. Flor de hijo de puta, falso y miserable.
—Bueno, ese. Se hizo los análisis en la clínica en la que trabajo. Tiene un cáncer entre la lengua y la mandíbula; inoperable. Tres meses, es todo lo que le queda de vida.
—Como el de Freud.
—Sí, qué elegancia.
—Se lo merece.
—Cierto, pero me sorprendió la casualidad; la historia clínica quedó sobre mi escritorio, y eso que no es mi paciente.
—Yo vi el libro. Ayer. En una librería de saldos de Olivos.
—¿En serio? ¿Al final se publicó? ¿Con tu nombre? —Damián tosió al tratar de no reírse—. Es una doble casualidad.
—Con un seudónimo: Tristán Finch. Pero no veo nada casual en esto, más bien veo algo causal: los indicios de una reparación.
La tercera señal llegó desde España. Pablo Piturno le mandaba un giro por 5000 euros. Había vendido a Francia y Alemania los derechos de traducción de las tres novelas que le había hecho escribir. Y lo más sorprendente era la carta: Piturno se disculpaba por no haberle pagado antes y le pedía otras tres novelas. Como ya las tenía vendidas, era preciso que las escribiera en el plazo de un año. Esta vez serían 15.000 euros por las tres. Año verde. También le proponía que se instalara en Barcelona y se hiciera cargo de la edición de unos libros de autoayuda que dejaban muy buen dinero.
La cuarta señal fue la más difícil de relacionar con el caso, pero llegó puntualmente. Un físico suizo había formulado una teoría descabellada que fue recogida por un ingeniero japonés y llevada a la práctica. La teoría planteaba la reversibilidad de los eventos a nivel cuántico si mediante algún procedimiento se podían hacer “latir” las hebras de la trama última de la realidad. La implementación de Hinochi Akutawa se valía de un cachivache estrafalario, hecho de amplificadores, capacitores, chips y transistores, que se enfocaba sobre el individuo al que se pretendía trasladar a un continuo en el que su dolencia o problema no existiera. La única dificultad era que el transplazador (así se llamaba el artefacto) requería que alguien describiera las características de la persona, sus sentimientos y el contexto en el que deseaba vivir. La realidad cuántica es virtual, decía Akutawa en todas las entrevistas que le hacían en CNN, CBS y UHP de Liechtenstein.
—¿Un escritor para armar el escenario? —le dijo a su amigo, el físico Néstor Sandoval.
—Exacto. Se van a empezar a cotizar, ustedes.
—¿Describo y el tipo vive en el lugar que describo?
—Es mucho mejor que morirse —dijo Sandoval.
Respondió “claro” y, casi de inmediato, en su mente se formó la imagen del tipo que agonizaba gracias a la diligencia de un cáncer inoperable entre la lengua y la mandíbula; de los tres meses ya habían transcurrido dos y medio.
—¡Ni loco! —exclamó—. Que esa rata se muera retorciéndose de dolor.
En una semana hizo nueve compox, como empezaron a llamarse los croquis de realidades alternativas. Se pagaban fortuna si eran de buena calidad, y los de él lo eran. Sacó a una mujer de una depresión terminal y la envió a una realidad en la que el aire mismo era un poderoso estimulante y a un chico abusado por un cura lo puso en un continuo en el que las religiones eran un chiste de mal gusto.
—Hablé con Tauber —le dijo Damián un día que lo llamó a la hora de la siesta.
—¿Quién es?
—Tu querido usurero.
—¿Hablaste? ¿Qué se dijeron? ¿Contaron plata en varios idiomas?
—Quiere que le hagas un compox. —Damián hablaba con firmeza, como si estuviera protegiendo a Tauber. Parecía Smithers ocupándose de los asuntos turbios del señor Burns.
—¿Y te mandó a vos para que me convenzas? ¿Dejaste la medicina y ahora te dedicás a representar usureros con cáncer de mandíbula?
Del otro lado de la línea Damián resopló, fastidiado.
Pero finalmente le hizo el compox. Le cobró la tarifa más alta, como si en vez de las cinco páginas reglamentarias con el plan vital, los sentimientos y el contexto hubiera escrito Crimen y castigo o Madame Bovary. Y no sólo eso. Escribió un escenario en el que el usurero era monja de clausura, tenía pies planos y más granos que cara. La hizo estúpida y obsecuente, flatulenta y hemorroidal, pero eso sí, no tenía un cáncer inoperable entre la lengua y la mandíbula y no le quedaban unos días de vida sino probablemente sesenta o setenta años.

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