El ambiente se mostraba frío y solitario. El aire que pegaba en mi rostro era de esos que se volvían cortantes. Veía las cosas pasar delante de mí, impotente por no poder hacer nada, inútil. Mi mirada se perdía en pequeños pero tensos instantes. Recordaba en ese momento fugaz pero eterno cuánto había sufrido por vivir, por sentir aquellas penas que ahora se esfumaban y no tenían ya sentido alguno. Intenté mostrar una lágrima, pero las circunstancias no me lo permitían, no quería, no valdría la pena intentarlo. ¡Qué fugaz había sido todo aquello! Una brisa seca me pegaba por la espalda y me helaba la sangre. Dolor infame e injusto, ya no me dejaba vivir. El tiempo se detuvo desde mis pies hasta mi cabeza, progresivamente, como una enfermedad que me consumía lentamente. Un veneno inevitable, triste, temido.
Veía el cielo. Un pequeño resplandor se formó en mi mirada. Pensé en sonreír, mas no lo intenté, ya que ni el tiempo ni las circunstancias lo permitían. El tiempo se volvía más efímero, pero infinito. Estaba en un estado entre las circunstancias de mi tragedia y mi padecimiento, un estado del cual yo no podía huir, por más cobarde que fuera. Siempre lo fui.
Apoyaba dolorosamente mis manos en el pavimento. Luego, mi cuerpo se tendió inevitablemente sobre la fría loza. Era un frío irónico y burlón que odié brevemente. Ya extrañaba mi corazón, sus latidos y sus ganas de vivir para seguir sufriendo miserablemente.
Mi cuerpo tendido miraba al cielo. Estaba opaco y triste, como un invierno solitario en el cual mi corazón moribundo se sentía ignorado.
Ya no podía sentir odio. Odié eso hasta el final. Mi respiración seguía el ritmo defectuoso de un antiguo reloj cuyas horas ya no importaban, ya habían dejado de serlo.
Mis manos buscaban frenéticamente, aunque no sabían lo que buscaban. Luego ya deseche cualquier intento de gastar mi aliento.
Hacía más frío. Me penetraba, aunque ya no dolía. Pronto mi mente se convirtió en un remolino de antiguos recuerdos que saltaban ante mí en medio de una progresiva oscuridad. Se bañaban en mi sangre. Mis memorias torturaban mi mente, y ésta se revolvía tristemente. Luego, mis ojos se perdieron en la nada y vi ese resplandor fugaz y fatídico. Lo recordaba. El brillo de mi destino.
Ya no había tiempo para lágrimas. El frío me penetraba aún más y se confundía con el de mi cuerpo. El aliento se enfriaba, apagándose lentamente. Ya me había sumergido en sombras y ahora sólo esperaba con resignación. ¿Justo? ¿Qué es justo? Ya no importó, dejaba de serlo por muchas razones.
Escuchaba mis suspiros perdidos y solitarios bajo la agonía de la carne. Ya no era mi carne. Ya no me pertenecía.
El reloj se detenía mientras mi figura se convertía en parte de un paisaje triste y perturbador. Rompía una cotidianidad, o eso creía. ¿Dónde estaba mi corazón? ¡Qué frío! Era un frío seco y triste que me abandonaba.
Ya dejaba de ser yo. Deseché cualquier esfuerzo y comencé a perderme en un vacío desconsolador.
El frío se apagó. Estaba perdido en la nada. Me convertía en algo que ya no contenía recuerdos, que no valía la pena.
Di un gemido largo, doloroso y fatídico, causado por un reflejo de algo que dejaba ir sin extrañarlo. Me perdí. Me perdí para siempre.
La manecillas del reloj volvían a correr, repentinas y cotidianas, más aún, monótonas. Ya había dejado de ser inevitablemente yo. Ahora, sólo me convertía un cuerpo frío, con el corazón herido por un brillo metálico. Un brillo de metal fatídico.
Mi sangre se perdía incontenible y sin importancia alguna, sólo escapaba. Dejaba el cuerpo de algo que ya había dejado de ser. Mi tiempo se acabó. Ahora, el ambiente frío y solitario seguía su rumbo. Continuó el tiempo. Hubiera querido poder odiarlo.
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