Ella tiene una debilidad confesa: los mariscos. Y él tiene otra: ella.
—Si me invitaras a comer mariscos —lo desafía— diré a todo que sí.
Él no se hace rogar. Desciende al fondo del mar y regresa con tres enormes canastas repletas de almejas, berberechos, bogavantes, ostras, nécoras, percebes, chipirones, langostas, camarones, vieiras, cigalas y zamburiñas.
Cuando ella ve los manjares que desbordan las cestas, su vista se nubla y la saliva inunda sus labios sin reservas ni pudores.
—Soy fiel a mi promesa —murmura—. Toma lo que quieras.
Él no vacila y va en busca de la íntima ofrenda. Retira con exquisito cuidado los velos de sal que cubren el precioso cuerpo, y mientras con dos de los tentáculos aproxima las divinas golosinas a la boca de su amada, con los otros acaricia, palpa y succiona cada rincón posible e imposible, conquistando cavidades y saboreando la dorada humedad de los secretos. La múltiple invasión se traduce en eléctrica energía; el éxtasis llega y los transporta a una cima simétrica de las simas que tan bien conocen. Es un instante de placer intenso, feroz, infinito. Luego, la cauda se aquieta, los tentáculos se relajan, y algunos cangrejos, milagrosos sobrevivientes, se refugian entre las rocas azules que abrazan la playa.
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