No sé jugar al ajedrez. Nunca supe y, tal vez, ya nunca aprenda. Un mal maestro me enseñó sólo a comer las piezas del contrario, y mi propio desinterés hizo el resto. Ninguna jugada preparada adorna mi ingesta de sacrificados peones y de incautos alfiles. Ningún destello de mi imaginación inventa movidas arriesgadas. No obstante eso, yo sé que siempre hay alguien peor.
Hoy me sucedió algo que da peso a esta afirmación. Yo estaba sentado a mi mesa de siempre en el Bar y Billares “El Ocioso” cuando se presentó un joven de aspecto inquietante; no porque atemorizara, sino porque parecía estar a minutos del suicidio. Me estiró su mano pálida y sin fuerzas, como si me extendiera una empanada fría sobre una servilleta de papel, se presentó como “Lucio Negador, flogger”, se acomodó el mechón de pelo que le tapaba el ojo izquierdo, para que se lo cubriera todavía más y, sin mayores preámbulos, me dijo “Yo juego con las negras”. Se sentó frente a mí y empezamos. Alguien le habría dicho que yo era presa fácil, porque creí ver en el brillo de la múltiple ferretería que perforaba y adornaba sus labios y sus cejas cierto festejo prematuro.
Apenas iniciado el juego, sin ningún motivo que lo justificara, tomó su rey y lo tiró al cesto de la basura. Mientras lo sustituía por un sacacorchos, de esos que parecen un hombrecito con los brazos a los costados, gritó con una voz finita “A rey muerto, rey puesto”.
Como no entendí que pretendía y como tampoco quería entablar una conversación con él, seguí en lo mío y en pocos segundos le comí dos peones y un caballo. Con gesto heroico (supongo) tomó el sacacorchos que ocupaba el lugar del rey, lo tiró al cesto y lo cambió por un paquete de galletitas Duquesa, mientras gritaba otra vez “A rey muerto, rey puesto”. Otros dos peones, un alfil y una torre fueron mi botín de guerra, al tiempo en que Lucio Negador, el flogger, gritaba “A rey muerto, rey puesto” por tercera vez, y tiraba a la basura el paquete de galletitas Duquesa sustituyéndolo por un embudo de plástico.
No sé si tiene sentido seguir relatando esa partida de ajedrez que le gané con la técnica del tenedor libre (le comí todas las piezas), pero quisiera aclarar algo. Yo reconozco jugar mal, por falta de interés y por haber tenido un mal maestro; pero ¿quién le enseñó a jugar a este sujeto que cambiaba su rey por un miserable embudo de plástico?
Creo que corresponde precisar que cuando le dije “Jaque mate”, su rey ya no era un embudo, sino una manzana verde, luego de haber sido un ridículo osito de peluche. También corresponde que aclare que en cuanto le di el jaque, me levanté y me fui, dejándolo allí con su manzana, no fuera cosa que él considerara que había llegado el momento de suicidarse y mañana saliéramos en los diarios.
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