Otra vez estoy de ronda por las solitarias callejuelas del Downtown. Sediento y solitario como hace siglos. Tal vez sea una bendición no verme reflejado en ningún espejo.
¿Qué aspecto tendré? De seguro la mirada afiebrada y el gesto delirante. Toda esa calentura que no hay en mi gélida alma.
¿Alma dije? ¿La tendré aún? Deduzco que algún rasgo de humanidad aún debo tener. Si no ya la hubiera poseído hace rato. Como hice con Mina y con tantas otras. Pero ella no. No puedo condenarla a esta vida miserable que llevo.
¿Dije vida? ¿Esto es vida? Vagando por las noches en busca de alguna víctima que me entregue el néctar para prolongar mi agonía. ¡El dulce y maldito goce de la sangre! Mientras libo el veneno siento la pérdida tibieza invadiendo mi cuerpo muerto. Un simulacro de vida, un soplo de savia en mi mustio permanecer.
Pero debo conformarme con mirarla si no quiero que sea como yo. Es como si tomara un capullo de rosa en mi mano. Al abrirla de nuevo sólo quedarían los pétalos ajados. Entonces ella me odiaría por el resto de la Eternidad, como yo lo odio a Lestat.
¡Ahí está!
La luz roja me revela en detalle su brilloso traje de raso. Un lazo a la cintura y otro en el cabello que cae sobre su cuello largo y rosado. Sus hombros desnudos y el escote profundo. Por un instante creo ver latir su yugular incitante. Siento como un mareo y su fragancia me envuelve. Mi boca se vuelve pastosa.
Necesito un trago, pero yo no bebo… alcohol.
¡Debo alejarme ya! Pero no puedo. Comienzo a caminar por la angosta calleja de adoquines. Una fina llovizna humedece el pavimento y las paredes de los tugurios de la zona. La neblina que se esparce como un tumor maligno silencioso e inevitable.
—¡Hola forastero! ¿En busca de compañía?
—Podríamos decir que si —dije, dubitativo. Aún podría evitarlo.
—Por unas pocas libras te llevaría a conocer el paraíso.
—Y yo el infierno. —Ya no podía evitarlo.
—Suena tentador, forastero, pero ya lo conozco y no es tan prometedor.
—¿Cómo es que lo conoces? —Quería prolongar el juego. Tratar de evitar lo ineludible.
—El infierno, forastero, es tener que salir todas las noches a buscar clientes. Acostarse con viejos apestosos y enfermos. Con tipos que hablan en un idioma extraño y con olor a licor barato. Soportar los caprichos y antojos más perversos y al final de la noche darme cuenta que con lo que gané, la próxima noche será igual o peor que la pasada. Así que cuándo veo a un tipo buen mozo como tú lo tomo como un recreo en mi rutina ¿Quieres forastero? Invita la casa.
—¿Cambiarías tu infierno personal por otro? —pregunté esperando que me dijera que no.
—Por supuesto ¡Házmelo conocer!
Y como ya estaba condenada de todas maneras y yo la deseaba, clave mis colmillos en sus suaves carnes y bebí su sustancia.
Desde aquella noche rondamos juntos en busca de algo para calmar nuestra sed ancestral.
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