Levantamos ciudades hermosas que se recortan imponentes contra el horizonte. Dibujamos paisajes de acero y concreto en el cielo y las nubes se reflejan en los cristales de los grandes rascacielos. Pero surgió un problema: nuestros paraísos urbanos se llenaron de palomas. Al principio los niños les echaban maíz en las plazas; sin embargo, con el tiempo se fueron convirtiendo en una presencia amenazante. Grises, gordas como gallinas, anidaron en nuestros rascacielos. Sus arrullos distraían a las secretarias en las oficinas e interrumpían sesiones de directorio en las empresas. Las lavanderías no se daban abasto para lavarlos trajes manchados de excremento.
Se habló de soluciones civilizadas: matarlas a tiros implicaba el riesgo de balas perdidas; envenenarlas, el de intoxicar también a nuestros niños. De pronto alguien ideó la solución ecológicamente correcta: importar halcones, aves nobles e imponentes, para que dieran cuenta de la peste.
Los halcones anidaron en las torres más altas y podemos verlos planear con elegancia. Entre nuestros altos edificios ahora caminamos pisando despojos de palomas, pedazos de cuerpos sanguinolentos, sobras del desayuno de los halcones. Hay que andar con cuidado para no embarrarse los zapatos o resbalarse, y acostumbrarse a sentir los restos de las palomas crujiendo bajo nuestros pies.
Tomado de Comehoras, Mesa Redonda, Lima, 2008
1 comentario:
Muy bueno, me encantó esa conciencia de plaga.
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