El hombre sintió una opresión en el pecho. “Nada importante”, se dijo para conjurar el miedo, mientras repasaba la monotonía de su vida solitaria.
Hacía tiempo que sus padres habían muerto y no tenía pareja ni hermanos; ni siquiera una mascota. Conversaba lo imprescindible con sus compañeros de trabajo, y apenas se saludaba con sus vecinos más próximos.
Aunque mañana fuera domingo, tendría que presentarse a trabajar. La mujer del franquero había dado a luz, y no había quien pudiera reemplazarlo. Intentaría dormir más temprano que de costumbre.
Decidió buscar el sueño esquivo, leyendo alguno de los viejos libros que habían quedado arrumbados en el baúl del tío Enrique, el que desapareció misteriosamente años atrás. Había sido el único viajero de la familia y también la oveja negra, según decían sus padres persignándose cada vez que lo nombraban.
Sin demasiado entusiasmo, tomó uno al azar. Su tapa estaba tan desgastada y carcomida, que apenas podía adivinarse sobre ella la imagen de una criatura monstruosa, una especie de insecto oscuro y repugnante.
Enseguida presintió que esta no sería una noche como todas. Sabía que era difícil tener dominio sobre las potestades nocturnas, y que actos que eran comunes y sencillos a la luz del día, podían transformarse en rebeldías de la conciencia, en sueños descabellados al mando de los deseos, o hasta en ritos inconfesables.
Tal vez por eso no se extrañó cuando el mismo viento que agitaba las cortinas con aparente inocencia, trajo jirones de sombra que llenaron la habitación de mariposas negras, de filosas filigranas, de nítidos perfiles de ángeles oscuros.
Entonces cambió de idea y, dejando el libro al lado de la cama, apagó la luz del velador. Durante un rato se dejó perder perezosamente entre algunas imágenes cotidianas, hasta que fue sobresaltado por un murmullo ininteligible, por una voz sin dueño. No había nadie más que él en la habitación y, aunque no alcanzaba a entender el lenguaje, pudo percibir claramente una amenaza. Se le erizó la piel; un sudor frío se condensó sobre su frente, y el corazón comenzó a desbocársele.
La amenaza crecía sin nombre ni forma, hasta invadirlo por completo. Quiso gritar, pero un tentáculo de oscuridad le apretó el cuello. Estiró la mano hacia el velador pensando que la luz podría salvarlo, y un aguijón inesperado le hirió el dorso de la mano. Un veneno frío comenzó a extenderse por su brazo, hasta llegar al corazón indefenso que se contrajo dolorosamente, y dejó de latir.
Lo encontraron muerto el lunes por la mañana, en su habitación cerrada por dentro. Al lado de la cama había un viejo libro con una tapa repulsiva, que fue guardado junto a los otros dentro del baúl.
Con el tiempo, el portero del edificio lo envió a una biblioteca de huérfanos, junto con algunos muebles y adornos que habían pertenecido al difunto. Pero la celadora, una mujer práctica y nada curiosa, decidió quemarlo con todo su contenido. Le pareció que los libros eran demasiado viejos y extraños, como para prestar alguna utilidad a la institución.
Después de las pericias los expertos convinieron en que la muerte había ocurrido a causa de un paro cardiorrespiratorio. Pero la marca oscura alrededor del cuello, y un diminuto orificio negro en el dorso de la mano, dejaron en el aire un signo de interrogación, que nunca pudo ser despejado.
4 comentarios:
¡Bien Nedda!. Felicitaciones.
Dijo Eco que todos vivimos una vida y que quienes leen viven más de una. Acá esa ley se violó. Bien Edda!
Gracias Daniel. Sabes que me ha emocionado figurar aquí.
Ogui, es un punto de vista original. ¿Tendremos que pensar dos veces antes de escoger algún libro?
Gracias por el comentario.
Nedda
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