Era nuestra tercera cita, o quizás la cuarta. Habíamos hablado muchísimo. Sabía que a Kathy le gustaban los libros, el arte, el cine y el chaparral en las ondulantes colinas de Laguna. No estaba para nada interesada en los deportes o las computadoras; se inclinaba hacia lo femenino y yo hacia lo masculino.
Ella quería ir al parque de diversiones, pero yo no estaba seguro de por qué.
—¿Querés dar una vuelta en la montaña rusa? —Me imaginé a mí mismo pasándole un brazo por encima del hombro, como su caballeroso compañero de silla.
—No, gracias. No me gustan los paseos que causan pánico —dijo.
—¿Qué te parece el Túnel del Amor? —No pude evitarlo, mis cejas se elevaron y descendieron en una ridícula mueca de lujuria.
—No. —Kathy entrecerró los ojos.
—¿Quieres un copo de azúcar?
—¡Aj, no! —Se rió—. No te gustaría estar cerca de mí después de haberme comido un copo de pura azúcar.
Somos diferentes, ella y yo. Su interés por el parque de diversiones parecía centrarse en los corralitos con corderos, los rebaños de cabras, los enormes zapallos y los tomates gigantes; el mío en el miedo y la caballerosidad.
Continué buscando un común denominador. Caminamos por entre los quioscos de sabores tomados de nuestros dedos meñiques. “Haciendo ostentación”, dirían algunos.
—¿Qué tal un juego? ¿Puedo ganar un animalito de peluche para ti? —Me vi a mí mismo regalándole un enorme Tuffy el Tigre... demasiado grande para caber en el auto, demasiado grande para esconderlo en el ropero, demasiado grande para acarrearlo y, como yo era intensamente orgulloso, fingí que en realidad no quería ganarlo, aunque, irónicamente, en verdad creía que podría hacerlo.
—Seguro, juguemos a algún juego. —Me soltó la mano.
—¿Qué te parece éste? —Señalé el mostrador repleto de rifles. Pequeños blancos de papel con una estrella roja en el centro ondulaban en la brisa. De mayor importancia, los blancos con los enormes tigres de peluche se arracimaban en el techo.
—Está bien —me dijo.
Le pagué al dueño del puesto los cuatro dólares, dos por persona, y levanté un rifle para dárselo a Kathy.
Ella tomó el rifle, pasó el brazo a través de la correa, enrolló la correa por detrás del hombro usando una técnica especial de combate, descansó los codos sobre el mostrador, separó las piernas y apuntó mirando a lo largo del cañón del arma. Parecía un miembro de las fuerzas armadas de élite.
—¿Qué? —me preguntó, porque yo me había quedado clavado mirando el arma en mis manos.
—Nada, nada. —Traté de imitar su postura, con el sudor empapándome el cuello.
Comenzamos a disparar. Su estrella regresó con un diminuto resto de color rojo. Se necesitaba una lupa para verlo, pero el puestero lo golpeó dos veces y gritó:
—Rojo. Todo rojo. —Yo coloqué una bala o dos a través de la estrella y varias a través de los tigres en el techo. Por lo que sé, los maté a todos.
En una sola ronda, la línea divisoria entre lo masculino y lo femenino, antes sólida y clara, era ahora nada más que una pizca de rojo en una estrella vacilante.
Título original: A Hint of Pink
Traducción del inglés: Norma Dangla.
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