Entré al baño; me estaba lavando la cara cuando el grito me sorprendió.
—¡Quedate ahí, no te muevas!
¡Qué sobresalto! Me erguí bruscamente y di con la frente en el botiquín. ¡Ahora parezco un unicornio! Giré mi cabeza, tocándome la frente, para ver de quien era esa voz tan imperativa, y ahí estaba, frunciendo los pliegues, la señora cortina.
A continuación, empezó a recriminarme que “estaba agotada de tanta lluvia”. La sacaba un rato al sol o dejaba que la próxima vez se mojara todo el baño.
Ante esa amenaza, ¿qué podía yo hacer? ¿Tengo que dejar que me falten así
el respeto? ¿Cualquiera puede gritarme?
Pensé en eso de “dejar que se moje todo el baño”.
No es una amenaza cualquiera, así que, para no perder “mi autoridad” exclamé:
—Muy bien señora o señorita; ¿así que sol, eh? Muy bien, te voy a sacar a tomar sol pero, ¡será porque yo quiera, no porque vos me grites! ¿Está claro?
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