Imaginemos que en algún lugar del espacio conocido existe una ciudad no tan diferente del París decimonónico. En uno de sus barrios bajos o suburbios nos aguarda el Jardín de las Delicias, último refugio para todos los que se saben dominados por el deseo y la búsqueda baudeleriana de lo Nuevo, del último placer del cuerpo, la mente y quizá el alma. Un hombre es guiado a una tienda; debemos pensar que ha recorrido todos los planetas habitados encontrando una y otra vez lo mismo, en mínimas variaciones que ya no satisfacen su sensibilidad saturada, ardiendo sus nervios por alguna forma de verdadera otredad que le permita saberse en movimiento, saberse un ser viviente, saber que hay algo en el mundo que desafíe ese centro y límite que es su yo. La cortina se descorre y el interior mínimo y descuidado es iluminado por la luz crepuscular. En uno de los rincones hay una forma de vida alienígena, perteneciente a una de especie con la que jamás ha sido posible forma alguna de comunicación. Parece quizá vegetal, lo que en la tierra podría entenderse como una masa de musgo o de hongos; algunas porciones de su cuerpo se saben, se intuyen, incomprensibles, invisibles. El hombre se estremece y percibe un misterioso aroma en el aire. La criatura se ha movido, quizá incorporado, y él se acerca. Alarga una mano —quizá lo otro esté haciéndolo también— y toca la sustancia temblorosa. Una mano, la otra, la piel mutuamente expuesta. Está claro que la unión es sexual o tiende a alguna forma de sexo, pero de un momento a otro opera un cambio en el hombre. Lenta, dolorosamente, al principio como una forma de tortura y luego como una liberación, su desvaneciente conciencia de ser humano entiende que está obrando un intercambio, una sustitución: Pronto todo su pensamiento será el de la criatura, y entenderá cómo es ver y sentir el mundo desde su punto de vista; del mismo modo, un cuerpo que ahora es de hombre sale tambaleándose de la tienda, arrojado a ver el mundo con ojos humanos.
Cabría añadir: se ha dicho (pensemos que la tienda tiene un dueño, que ese dueño todos los días asiste el intercambio de una especie pensante por otra, que una noche en una cantina nos cuenta su propia historia en la que desliza estas palabras) que los intercambiados forman una unidad secreta y pasarán la vida buscándose, acaso sin saberlo, guardando ahora una meta, un grial en su interior, alma, corazón o mente. Podemos creer que algunos están muy cerca de lograrlo.
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