En pocos minutos, las autoridades demolerán la represa. Lo sé porque he estado allí.
La gente no me creerá, no intentaré convencer a nadie. Yo sólo vine para cumplir mi último deseo: escuchar música.
Una estridencia de metales y redoblantes resuena por todo el teatro. El coro estalla en un delirio de agudos. Pienso en el piano como en un navío a punto de partir. Sé que el concierto terminará antes de lo previsto: la inundación entrará enseguida.
Veo el final de la sala, detrás de los músicos. Imagino lo que será la avenida muy pronto. El agua rebullirá en espuma y resplandores. El ruido recordará el rugido de horror de las cataratas, superará al coral de bronces, a los cantantes y a los percusionistas.
Ésta será mi visión final: el agua rebosando el universo, el agua arremetiendo desde afuera, el agua entrando a torrentes, diluyendo a los músicos y al público como si fueran de azúcar.
Y en medio de la tempestad se alzará el piano formidable, cabeceando entre olas de butacas, atriles, instrumentos y fracs.
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