lunes, 9 de febrero de 2009

Milagros - Sergio Gaut vel Hartman


—Cuando no sé qué escribir abro un libro al azar y robo una línea, también al azar. —Vicerovsky me contempló un momento sin responder; no sabía si el asunto era divertido o si, por el contrario revestía cierta gravedad y debía llamar a la policía.
—Una mujer —dijo finalmente— falleció por accidente en el jardín, y yo fui el último que la vio con vida.
—Entonces no tiene sentido que te vayas —respondí—, tengo la sensación de que vendrán a buscarte.
—¡No le hice nada! —Estaba azorado, estupefacto—. Todo esto es una pesadilla, pero entiendo una cosa: te ordenaron que me tendieras una trampa. ¿Es eso?
—Vicerovsky, ¡por favor! Yo robé la línea…
—Pero dijiste que vendrían a buscarme.
—No por la línea; por la mujer que murió en el jardín.
—¿Eso decía la línea?
—Más o menos. Nunca las dejo tal cual —sonreí—, por las dudas.
—¿Y si buscaras una que resuelva mi problema? —Temblaba.
—Dije al azar, amigo. No puedo buscar; eso va contra las reglas.
—¿Quién dictó las reglas? —Estaba gritando.
—No grites. Yo no fui, pero puedo intentarlo.
—Que no venga a buscarme la policía, eso. —Vicerovsky buscó un cigarrillo y lo encendió; nunca fuma en mi presencia, pero decidí no reprenderlo: estaba muy nervioso, lo necesitaba. En ese mismo momento me di cuenta de que había un estrépito en el patio... el tipo de murmullo que produce una multitud cuando se reúne en el lugar de un accidente. Aún no había llegado la policía, y tampoco la ambulancia. —Va haber un milagro.
—¿Qué? —Vicerovsky miró hacia uno y otro lado, como si el milagro pudiera materializarse a sus espaldas.
—Nadie te va a vincular con lo que le ocurrió a la mujer.
—¿En serio? —Se lanzó sobre mí con la intención de abrazarme, por lo que me hice a un lado y él, por el impulso que llevaba, pasó de largo, tropezó con un pliegue de la alfombra, trastabilló y cayó en picado sobre el filo de la mesa de ónix. La cabeza se le partió en dos, como un melón podrido.
—Dije un milagro, no dos.

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