Júpiter parecía del tamaño de una Luna cuando Syd Drummer empezó con la batería, aún averiada, a acelerar la Rosaura, como todos los días. No empezó con esas piezas que solía tocar durante el pasaje por el cinturón de asteroides, sino que la emprendió con el final del Baile de los Títeres, tal como lo tocara Giles, con el platillo vibrando apenas en el aire puro del cierre, un poema de Maiakovski, haciendo que sonara como los golpes de orquesta del loco Beethoven repetidos por el loco Mahler, pero en un modo sutil, apenas cortando el aire. Así concentró tanta energía que la Rosaura tembló en lo profundo del espacio y dejó los asteroides definitivamente atrás.
En Tierra se asombraban de la energía que desarrollaba, sobre todo en los temas musicales que parecían suaves. La computadora de la nave no sólo tomaba la energía cinética o acústica que producía él con la batería y la transformaba, sino que la generaba a partir de sudoraciones, de la química del aliento del piloto, de las hormonas que se enredaban en sus poros. En eso residía el éxito de la inteligencia artificial. Donde HAL había fallado, ahí estaba el cerebro de Rosaura, garantizándole a Syd toda la energía posible para acelerar a partir de su esfuerzo.
Drummer evaluaba la posible posición de la nave respecto del evento que ocurriría en breve, sin dejar de pensar en el lado oscuro de Júpiter, y hacer que sus tambores permitiesen a la nave tener ese tirón extra que le ahorraba combustible sin dejar de acelerar. Se reservaba algo de energía para llegar al punto en el que debía colocar a la Rosaura para obtener la filmación directa del mayor evento posiblemente volcánico del sistema solar en toda la historia registrada.
Una llamada de Tierra le recordó que era hora de prepararse para recibir el alimento. Como Syd era comandante, motorista y observador científico, la comida debía serle provista de modo que no tuviese demasiados contratiempos, ya que no tenía más tiempo que nadie. Se dio un segundo antes de levantarse.
Como camionero habría sabido distinguir (de acuerdo a la sabiduría popular) la comida buena de la mala por la costumbre de concurrir a los bares del costado del camino; pero en su fuero interno él, como norteamericano que era, sabía que tal elección, en tanto camionero, no era por la comida sino por el tamaño de las tetas de la mesera. Por eso, su estómago se había convertido en un procesador químico bastante impuro; sus ojos se habían especializado en mirar sin mirar, para poder verles dentro del escote a las camareras sin arriesgar ni un tiro en algo que no valiera la pena.
Esto, en la Patagonia, le había resultado más difícil porque, tanto las mujeres argentinas como las chilenas eran muy recatadas para vestirse (por lo menos en lo que a escote se refería) y había que adivinar si lo que portaban era de ellas o trasplantado. De todos modos, y por bien otros motivos, él seguía recordando esos ojos. Esos ojos.
Bajó los palillos, se levantó de la batería y los pocos pasos que lo separaban del “comedor” como le decía el navegante, los recorrió casi sin ganas. Es que comer, lo que se dice comer, no era tal como Syd hubiera querido, puesto que el alimento, ingresando por vía parenteral, le hacía recordar a cuando tenía internado a su padre con cáncer. El proceso era doloroso y duraba unas 24 horas en total, pero con la tecnología que tenía no se podía quejar. Unos artefactos lo alimentaban, otros le extraían los residuos y le recortaban los sobrantes de pelo y uñas.
Ocupaba ese tiempo en dos cosas que, contando lo que tuviera la comida, le habían evitado quemar su cerebro en la soledad. Por un lado, estudiaba geología joviana de manera de memorizar todos los elementos de la tectónica de ese planeta y preparar mejor la estrategia ante cualesquiera sorpresas.
Buscaba, por el otro, en su memoria, lo que sabía de las vidas de Butch Cassidy y su archipariente lejanísimo: el Sundance Kid. Se podría decir que leía de memoria los diarios de la época y los expedientes robados que había encontrado en un arcón anónimo en Río Gallegos. Parece que el que se robó los expedientes del juzgado federal, no pudo hacer nada con la historia pero, al morir sin descendencia, dejó ese arcón y la casualidad le acercó a Syd los documentos intactos.
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