Con un poco de suerte lo hallaría en la primera librería, pero lo más probable era que estuviera en la última, la de viejo, hacia el final de Charing Cross. Un recinto con olor a humedad, con el piso de madera desgastada, las estanterías agonizando bajo el peso de tantos volúmenes. El tiempo apremia y él teniendo que preparar todavía la valija, de alguna manera, no importa cual, basta que sea convincente. Pensó en las palabras del poeta: un lector de poesía está menos expuesto al deseo de matar. Fue en la sucursal de la cadena Blackwell donde encontró su libro. Envuelto en un papel transparente, que rasgó. Dio vuelta las páginas, como si sus dedos, avezados a otros menesteres, supieran adonde remitirse. Leyó lo que bien sabía, y se sintió traicionando. Cerró los ojos para retener los versos en las órbitas. Al aeropuerto llegó a la hora justa. Se acercó a un grupo compacto de viajeros y les dijo con voz audible:
"La guerra de Troya ha terminado ahora. No recuerdo quién es el vencedor". Apretó el botón y se encarnó en el cinturón explosivo.
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