Gotea mi sangre por la escalera mecánica. Gotea, y el hilillo se cuela por las ranuras como un buscador ansioso de engranajes mientras descendemos. Delante, mi compañero corre frenéticamente de un lado a otro, con el traje protector robado severamente rasgado y hecho jirones en varias partes. De hecho, uno de sus dos penes cuelga y se bambolea como un péndulo en carnavales. Se detiene en el túnel, frente a un cartel de propaganda de los extraterrestres que abrazan con fervor al director de la Agrupación de Empresarios Euroasiáticos. El intercambio de plantillas y de mercados les ha venido como anillo al dedo a ambos. A su tecnología solar la industria terrestre responde con cachivaches y estética, y con una legión de consumidores ávidos de novedades, espectáculo y ostentación. Mi compañero vacía una de sus vejigas contra el plástico; yo saco la solicitud de cambio de destino y la rompo en pedazos.
Nos cruzamos con un grupo de turistas que corren alarmados en dirección opuesta. Deslizan sus cuerpos rugosos de una manera francamente divertida, como patinadores sobre hielo. Su agencia de viajes seguro que sólo les presentó el lado exótico de las megalópolis humanas: zonas luminosas, grandes construcciones, visores de imágenes gigantes, edificios automáticos y personas sonrientes.
Los focos parpadean, y la travesía hiede a ventilador obstruido. Retumba el estruendo que se está produciendo arriba, pero aún así los mendigos permanecen derrumbados contra sus mantas, ajenos al tiempo, en el corredor.
Vemos nuestra salida. Enarbolo la pancarta y me la enredo en la espalda. Mi compañero se mofa y me dice que parezco un cangrejo paticorto. Nos besamos. Intento ajustarme los guantes acartonados.
Estamos desorientados. Reventaron el grupo y nos separamos. Estaba harto de ser cobaya y oveja incluso dentro de la disidencia, y optamos por huir del enfrentamiento con la policía cuando, misteriosamente, irrumpieron por la mitad de nuestra marcha y aislaron a todos en bloques salvo a la cabecera. Las fotos de las torturas recorrerán mañana todos los visores de imágenes, y tendremos nuevos mártires con los que reclutar adeptos. En el fondo, sus líderes y los nuestros desayunan juntos cada mañana con nuestros tenedores y cucharas.
La confusión y las explosiones descienden por la escalera con la vaharada de armas eléctricas. Aún así, sabemos que debemos salir, antes de que comiencen a peinar los túneles con ondas térmicas. Recojo del suelo unos fragmentos de acero desgajados y subimos.
Ups. La pifiamos. Nos hallamos entre dos frentes.
Comienzan a abrir fuego. Corro, doblo una esquina y me topo con otra brigada que destroza literalmente la retaguardia. Intento escabullirme pero un policía me atrapa. Alza su porra eléctrica y la aplasta contra mi cabeza. Me salta la lentilla solar e, inmediatamente, cierro los ojos con fuerza para que no se me arrase el cristalino. Me revuelvo pero sólo consigo que otros policías se vuelvan y se ceben conmigo. Me golpean, me golpean, me golpean...
Fundido en negro.
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