domingo, 11 de enero de 2009

La tortilla - José Vicente Ortuño


Quién iba a pensar aquella mañana de primavera, en la que el sol brillaba en el cielo azul y que las palomas atormentaban los monumentos con sus deyecciones de guano, lanzadas con malvada puntería, que una amenaza terrible se cernía sobre la humanidad. Nada indicaba que algo malévolo, una inminente catástrofe, un increíble horror, iba a estropearnos el día. 
Aquella mañana tan hermosa Juan se despertó. No tenía prisa, era día de fiesta. Holgazaneó un par de horas en la cama. Al fin el hambre le decidió a levantarse. Fue a prepararse el desayuno. 
Entró en la cocina canturreando, despreocupado, marcando unos patosos pasos de baile al son del Thriller de Michael Jackson, que silbaba desafinadamente. Al mismo tiempo fue disponiendo los bártulos necesarios para preparar el desayuno. 
Colocó una sartén con aceite sobre la placa vitrocerámica y la conectó. Mientras se calentaba, con precisión de neurocirujano partió un par de huevos, los batió, añadió una pizca de sal y los volcó dentro de la sartén. La masa empezó a crecer. Juan la repartió por igual por todo el recipiente. 
La masa siguió creciendo. 
Juan la golpeó con la paleta para aplastarla. 
La masa siguió creciendo. 
Asombrado, vio como la tortilla desbordaba la sartén. Apagó la placa vitrocerámica. 
La masa siguió creciendo. 
Intentó pararla a golpes, pero la masa había cobrado vida propia, se movía, latía, reptaba hacia él, creciendo incontenible. Los golpes no le hacían efecto. 
Retrocedió horrorizado, temblando, lívido por el horror que se formaba ante sus ojos.
La Tortilla palpitaba aumentando de tamaño, emitiendo un tétrico gorgoteo. Se deslizó por la cocina, llegó al fregadero y se paró. Ya había crecido hasta sobrepasar el metro de diámetro y parecía haber detenido su evolución. De su centro comenzó a elevarse una protuberancia que luego se dividió en dos; después los bultos se abrieron y mostraron dos enormes y malignos ojos que, tras echar un vistazo en derredor, se fijaron en Juan.
Éste decidió que era buen momento para emprender la huida. Pero la Tortilla saltó sobre él. Juan intentó quitársela de encima dando vueltas y golpes contra las paredes. Fue inútil; la masa maligna le cubrió la cabeza y continuó desplazándose hasta envolverlo por completo. Juan y la Tortilla cayeron al suelo. Durante unos largos y angustiosos minutos éste se convulsionó... hasta que dejó de moverse. 
La Tortilla permaneció sobre el cuerpo inmóvil, expandiéndose al tiempo que asimilaba los jugos y tejidos de Juan. Al cabo de unos minutos una Tortilla de ochenta kilos dejó atrás un montón de ropas y huesos resecos. Para entonces había tomado conciencia de sí misma. Descubrió que tenía mucha hambre y estirando una parte de sí misma, como un tentáculo, intentó detectar la presencia de más sustancias nutritivas. Lo que descubrió debió colmar sus expectativas, pues se dirigió a la puerta de la cocina. Salió al pasillo y se deslizó con movimientos ondulantes hacia donde sus sentidos le decían que había más comida. De pronto cincuenta kilos de perro se abalanzaron sobre ella ladrando; era Rusky, la mascota de Juan. La Tortilla carecía de oídos, por lo que no le importaron los denodados esfuerzos del animal para asustarla, pero lo que sí le molestó fue que le arrancase un trozo. No se lo pensó demasiado —en realidad le era imposible hacerlo—, envolvió al perro y lo devoró. Minutos después continuó su camino, dejando atrás un collar con una placa en la que se podía leer grabada la palabra Rusky. 
Ciento treinta kilos de Tortilla llegaron frente a la puerta de la casa. Un sencillo pensamiento cruzó por alguna parte de si misma: “Puerta”, seguido de otro implicaba un poco más de complejidad: “Abrir”. Alargó un tentáculo, abrió la puerta y salió, luego extendió varios zarcillos y los agitó en el aire. Su olfato le indicó dos cosas: el mundo era muy grande y estaba lleno de comida. En un estado de ánimo parecido a la felicidad la Tortilla se deslizó por la escalera. Cuando salió a la calle había devorado a seis vecinos, dos perros, un gato, el canario de la abuelita de segundo —la vieja estaba un tanto reseca y la había ignorado—, un vendedor de seguros a domicilio y al cartero. Ahora pesaba quinientos ochenta kilos y pensaba de forma bastante clara, es más, ya tenía trazados sus planes para el futuro: devoraría a todos esos deliciosos los seres de dos patas que había en el mundo, luego ya pensaría en algo. 

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