Esos hombres, que yo veía como médicos, habían venido ya en varias ocasiones. Con sus ropas gruesas para protegerse del frío, botas, gorros de piel, y aquellos maletines de los que siempre se acompañaban. De ellos extraían toda clase de instrumental, que conectaban a mi cuerpo. Sondas, termómetros... Me llenaban de cables y no apartaban la vista de aquellos monitores.
—La temperatura sigue aumentando —pude oír que decían.
Realmente me notaba enferma. Ya llevaba tiempo sintiendo esos sudores, que caían en sucesiones de gotas rápidas por todo mi ser. A veces sufría escalofríos, y lo peor de todo: esas crepitaciones que surgían de mi interior. Algo estaba funcionando realmente mal.
Los hombres se marcharon, pero acordaron volver pronto. La soledad y extraños pensamientos me acompañaron el resto del día. La noche la pasé mejor, me sentía fresca y parecía que había bajado la fiebre.
Fue a la mañana siguiente cuando se sucedieron los acontecimientos. El sol salió, lucía con más brillo y fuerza que los días anteriores. Mi cuerpo empezó a sudar, esta vez a chorros descontrolados. Y aquellas crepitaciones, se escucharon como un estruendoso espasmo cuando me precipité al mar, rota en mil pedazos.
Floté convertida en trozos de hielo. El agua me pareció un cálido y mortal abrazo.
Tomado de http://www.meriendaenelparque.blogspot.com
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