En mi alcoba hay ruido: cuatro perros verdes pelean por mis huesos desde el principio de los tiempos; sus movimientos no son caóticos, más bien danzan, sus fauces trazan elegantes trayectorias fractales. Los techos de mi alcoba se pierden entre nubes que son pulpos retorciéndose, amenaza de un diluvio que nunca logra concretarse. El abuelo Zu dice que el nombre de las nubes es Miedo. Mi cama es de hielo. Mis pies siempre están húmedos y en espera de una mano sublime que los acaricie. Junto a la cama, y sus veinte cobijas, hay un buró donde una lámpara traza una circunferencia retorcida. En el buró descansan los libros negros de oración que heredé de mi abuelo el hierofante, y el reloj despertador marca westlock que gota a gota le resta segundos a mi vida. La ventana de la alcoba siempre está cerrada y cubierta por espesos cortinajes de telas traídas del oriente en un barco pirata. Sin embargo, si la ventana estuviera abierta y yo no estuviera ciego, podría apreciar en el exterior a los ejércitos de monos y androides que esperan en orden la voz del coronel que los invite a matarnos; podría mirar la luna como una lupa de maldad cuajada en un cielo sin renglones; podría sentir el aire en la cara como un bálsamo inventado por ángeles. A mi derecha está el closet saturado de monstruos y pesadillas. No sé que hagan: tal vez se prueban los viejos y roídos trajes que pertenecieron a mis antepasados; tal vez recortan, con sus tijeras de carne y hueso, los rostros del álbum fotográfico; tal vez arman los rompecabezas incompletos que nunca me trajeron los Reyes Magos. Frente a mí hay una mesita de cristal. En la superficie descansan los frascos azules llenos de pájaros líquidos y un termómetro. También hay un teléfono negro de tiempos de Philip Marlowe que nunca ha sonado pero que algún día sonará. Debajo de la mesa hay un directorio telefónico de 1983: no lo hemos tirado a la basura porque todavía no terminamos de llamar a todos los números que en él aparecen. En las paredes de la alcoba hay varios retratos de viejas decrépitas que miran fijamente hacia la cámara disimulando el ardor de sus entrañas. No sabemos si son nuestras bisabuelas, o las bisabuelas del antiguo habitante de la casa (un enano millonario que torturaba a la sirvienta en sus horas libres). En una de las paredes hay un paisaje: un mar de toros sublimes que ruge en olas deformes y sanguinolentas. En otra pared hay un calendario de la carnicería "La Ideal" con una foto de una niña rubia jugando con tres pollitos; varias generaciones de moscas han llenado de microlunares la cara sonriente de la niña. Sospechamos que debajo de la cama hay una momia, pero nadie se ha atrevido a asomarse. Tal vez sea nuestra imaginación alterada por el opio pues es la momia más silenciosa del mundo. A la izquierda de la cama hay un librero repleto de cuadernos "nevado" donde un niño que ya murió dibujaba peces con sus lápices de colores. Junto al librero hay una caja fuerte donde se guardan los cuchillos y los guantes que usamos para ya saben qué. En la parte alta del librero hay un televisor que a veces capta señales antiquísimas: en él he visto escenas de la Segunda Guerra Mundial, los capítulos prohibidos de la Pantera Rosa y una entrevista que le hizo Agustín Barrios Gómez a Herman Melville. Entre las dos antenas del televisor hay una hermosa telaraña en cuyo centro vive una auténtica descendiente de Ella-La-Araña. Por último está la puerta. Lo más lejos posible de mis pasos. Siempre está cerrada. Es una puerta oscura. No sé si alguna vez alguien la ha abierto. Cuando trato de acercarme a la puerta, los cuatro perros verdes me lo impiden con el convincente argumento de sus enormes colmillos. He oído decir que del otro lado de la puerta está el resto de la Casa de Usher. Pero no sé. A veces sospecho que tal vez del otro lado de la puerta no hay nada. Absolutamente nada.
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