A mi amigo del desierto
Ya no llueve por allá, me dijo Tiburcio con tristeza. Todo se seca rapidito, hasta el agua de los cuerpos.
De veras que yo ya ni me acuerdo de aquellos rumbos, le dije, seguro que ni llegar sé. Ya ni de oídas me entero del Arenal, a nadie me encuentro, a nadie busco: de allá sólo se traen puras malas noticias.
Tiburcio siguió hablando. Los ojos se secan, nadie se acuerda de llorar, ni los viejos ni los niños conocen el agua del alma. Sólo se escuchan gemidos detrás de las puertas.
Allá no llueve nunca pero Tiburcio me lo vino a contar asustado, como si de un día para el otro la tierra se hubiera tragado todos los cántaros de ese pueblo sin poros.
Él hablaba y hablaba. Sólo de oírlo se me agrietaron los labios. Me los quise remojar con agua de tuna. Cómo extraño el agua de tuna, le dije. Aquí sólo hay latas y botellas retornables. Tiburcio tragó saliva. Sí, yo también extraño el agua, me dijo, y siguió hablando. Yo le noté la nostalgia en la boca. Entonces dejé de oír sus palabras, sabía bien que aquel lugar, como él mismo, no se mueve al parejo que el reloj. Además, yo ni me acordaba de aquella gente, ni de la sed, ni de los ruidos que tanto le raspaban la garganta a Tiburcio.
De pronto se detuvo a media palabra y me miró; yo sentí miedo de verlo tan quieto, tragando saliva. Tengo sed, me dijo. Sí, yo también estaba toda seca pero no le dije nada. Tiburcio me adivinó cuando pasé la punta de mi lengua por mis labios. No, eso no sirve, le oí decir apenas y luego me pegó su boca y sentí sus surcos. Empezó a sacarme agua, mucha agua, como de un pozo profundo: ya ni quien se acuerde de la gente, de la sed, de esa maldita sed que evapora los líquidos del cuerpo.
Tiburcio se fue; me dejó empapada tres días y no volvió. Él sí es de allá, no puede vivir entre las aguas.
Tomado de http://monicaescuer.blogspot.com/
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