El pequeño David, acurrucado en la oscuridad del armario de su cuarto, sentía mucho miedo. Cerraba los ojos con fuerza y acurrucándose en un rincón intentando ocupar el menor espacio posible. No quería que nadie lo descubriese, por eso procuraba no moverse, ni hacer ruido al respirar. A pesar de la calefacción tiritaba de frío. Para que el castañeteo de los dientes no lo delatara, mordía con desesperación la manga de su pijama. Deseaba que todo desapareciese, que sólo existiese el oscuro interior del armario, donde creía sentirse seguro.
En el exterior sonaron pasos, pesados y cansinos, que le indicaron que más allá de la puerta existía un terror indescriptible. En ocasiones, cuando tenía una pesadilla, llamaba a su madre y ella venía corriendo a protegerlo y consolarlo. Aunque esta vez temía que nadie vendría a calmarlo con palabras suaves, mientras lo arrullaba entre sus cálidos brazos. Esta vez no era una pesadilla, lo sabía porque tenía mucho frío, el suelo estaba duro y porque había intentado despertar y no lo había conseguido.
Unos minutos antes escuchó como el hombre del saco subía por la escalera, con pasos fuertes y espaciados; como para darle tiempo a paladear el miedo. Él se había tapado con la manta, como hacía siempre que despertaba asustado de una pesadilla. Luego escuchó como el malvado hombre abría la puerta del dormitorio de su madre, primero el crujido del picaporte, luego el leve gruñido de las bisagras y después los pasos lentos que se internaban en la habitación.
No sabía lo que el hombre malo le podía haber hecho a su mamá, pero seguro que era algo terrible. Sus compañeros de guardería le habían contado que el hombre del saco hacía cosas muy malas, “cosas peores que la muerte”, según la abuela de su amigo Kevin. David había visto una vez un gato muerto, tenía los ojos llenos de moscas y de la boca le colgaba la lengua ennegrecida. Suponía que estar muerto dolía y se imaginaba que algo peor debía de doler mucho, sobre todo que le arrancasen a uno la piel para quitarle la grasa. Por eso lo llamaban sacamantecas.
Cuando se dio cuenta de que el sacamantecas estaba en el dormitorio de su madre, salió de la cálida protección de la ropa de cama y se escondió en el armario. Estaba seguro de que allí el hombre malo no lo encontraría. Si su madre no era capaz de encontrarlo cuando jugaban al escondite, seguro que él tampoco lo haría. Al fin y al cabo su madre era la persona mayor más lista que conocía.
Los pasos siniestros se aproximaron, muy despacio, por el pasillo. Parecieron detenerse en la puerta del dormitorio de David. Éste se imaginó al sacamantecas mirando el cuarto, buscándolo. Pensó que tendría que haber apagado la lámpara de la mesilla de noche, que su madre le dejaba siempre encendida. Se encogió más en el rincón del armario. El desconocido entró en la habitación y provocó un ruido inesperado que sobresaltó al pequeño y estuvo a punto de hacerlo gritar. Algo había caído al suelo, pero se dio cuenta de que era su pelota favorita, la reconoció por el sonido que hizo al rebotar varias veces y alejarse luego rodando. Los pasos sonaron cerca del armario. Oyó una respiración pesada en el exterior, un gruñido, una tos bronca, el sonido de un roce contra la puerta, un crujido de la madera. El extraño parecía estar escuchando, para comprobar si había alguien en el interior. David aguantó la respiración y apretó los ojos todavía más. Le dolía todo el cuerpo de estar encogido. Le hubiese gustado poder desaparecer. Sabía que no tenía escapatoria. ¿Dónde está mamá?, se preguntaba.
El picaporte comenzó a girar, con lentitud deliberada, como deleitándose en la espera y, de pronto, la puerta se abrió. David gritó y gritó hasta quedarse sin aliento, pero siguió encogido y con los ojos cerrados, esperando que sucediese algo. Notó que se había orinado, pero no le importó. Sabía que su madre le reñiría. Su madre... ¿por qué no venía ya?
Una mano, grande y áspera como una garra, lo cogió del cuello y lo levantó sin esfuerzo. David se quedó sin respiración y no pudo gritar más. Se sintió desplazado por el aire. Tras quedar un instante suspendido la presión cedió. Cayó y al golpear contra el suelo abrió los ojos. Vio el interior de un saco mugriento que se cerraba sobre él.
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