viernes, 23 de enero de 2009

Anómalo - Sergio Gaut vel Hartman


Los cuatro amigos estaban sentados en torno a una mesa del único bar que había en San Marcos, que gracias a la agudeza del propietario se llamaba igual que el pueblo.
—¿Eso es todo? —Ángel miró por encima del diario que el ingeniero Giacomino había estado leyendo en voz alta.
—¿Le parece poco? Aparecen como surgidos de la nada, cientos de conejos azules; se abalanzan contra la víctima elegida y en segundos la devoran hasta dejar sólo los huesos. Luego, tan fulminantes como llegaron, se dispersan en todas direcciones. Algunos forman barricadas y los cagan a tiros, pero a lo más matan a veinte o treinta y los demás logran huir. En el ataque siguiente son el doble. Así fue en Chimpayo.
—Chimpayo está del otro lado del río —dijo Ángel—. No pueden llegar a San Marcos.
—Es que se reproducen como conejos —terció Salvatierra, que no era lo que se dice un humorista. Pero el horno no estaba para bollos.
—¡No haga chistes, quiere! —exclamó Giacomino—. Se comen a un paisano hasta dejarlo en los huesos. ¿Le parece gracioso? ¿Desde cuándo los conejos son carnívoros?
—¿Y desde cuándo son azules? —insistió Salvatierra.
—Aquí dice —continuó Giacomino— que ya nadie se atreve enfrentarlos. Me contaron que en Chañar, donde vivía el tuerto Benavides, ese vago que sabía venir a la peña de los viernes, los conejos le saltaron al cuello a un muchacho que no era muy rápido con la escopeta. Antes de que el chico pudiera recargar ya se estaba desangrando, y aunque el tío y otro paisano le arrancaron a los manotazos docenas de conejos prendidos al cuerpo como garrapatas, no pudieron evitar que se muriera. Al final parecía una piltrafa, con sólo unos jirones de carne sobre el esqueleto. Y eso fue antes de los asaltos masivos.
—Seré más chistoso de lo conveniente —dijo Salvatierra—, pero usted está de funeral, amigo.
—¿Les parece poco? —terció Zapiola, que hasta ese momento no había abierto la boca—. Si los conejos se volvieron azules y comen carne humana, estamos fritos.
—¡Vamos! —exclamó Ángel palmeando la mesa de madera—. Tuvimos la peste del nueve; eso fue peor que los conejos. 
—Lo que me quita el sueño —dijo Giacomino sin prestar atención a las palabras de Ángel— no es la idea de conejos carnívoros sino de que se hayan aficionado a la carne humana. Podrían comerse a las ovejas, ¿no?
—Es histeria colectiva —dijo Ángel
Giacomino miró a don Ángel con expresión severa. —Lo dice el diario, ¿ve? —agregó picoteando con el dedo sobre la foto. —Usted es una persona muy terca. ¿Recién lo aceptará cuando tenga un conejo masticándole la yugular? 
—Dicen que hay gente refugiada en la iglesia Santa Ana —acotó Zapiola moviendo la cabeza de arriba abajo—. El cura les dio cobijo. Hasta dejó entrar a Salomón Malamud...
—¿Y por qué no iba a dejar entrar al tendero? —Salvatierra miró a Zapiola con una expresión tal que se podría haber pensado que lo estaba acusando de ser antisemita. 
—La gente es miedosa por naturaleza. —Ángel le hizo una seña a Manolo para que trajese otro café—. ¿Quieren?
—No, basta de café —dijo el ingeniero.
—Yo voy a tomar otro —dijo Zapiola.
—El diario exagera. —Ángel tomaba el asunto a la ligera y Giacomino se sentía molesto por esa actitud. No se trataba sólo de los conejos, había muchas otras cosas implicadas. Zapiola trató de reducir la tensión.
—Viento del Este, lluvia como peste —anunció.
—Usted parece haber nacido en el siglo X, no en el XX —dijo Giacomino mirando a Ángel, desafiante.
—Nací entre las dos guerras.
—¿De veras? ¿Crimea y la Franco-prusiana? —chanceó Salvatierra.
—Respóndame a esto —dijo Giacomino pasando de largo del chiste—: ¿sabe que los científicos estudian estas cosas? —Empezaba a ponerse rojo. Por la tozudez de los paisanos a veces le daban ganas de irse a vivir de nuevo a Buenos Aires.
—No le voy a responder —dijo Ángel—. O sí, si me responde a esta otra pregunta.
—Cálmense, señores —dijo Zapiola con voz ronca. Su rostro había cambiado y ahora ostentaba la expresión más seria que le habían visto nunca. Dejó la tacita de café sobre la mesa y señaló un punto del paisaje que se divisaba más allá de la ventana—. Respondan ustedes a pregunta: ¿de qué color eran los conejos de Chimpayo?
—Azules —dijo Salvatierra aguantando la risa.
—Entonces parece que los rojos también quieren jugar. 

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