Pudo haberse iniciado como evento hace millones de años o en los últimos dos días, para el caso es lo mismo. De manera inexorable y a veces con trazos gruesos, al ritmo digno de un quelonio, cada partícula se suma y confluye en la corriente azarosa que los antiguos, con más sabiduría, llamaban destino por su caudal irreversible y fatal.
Cuando evoco tres o cuatro decisiones fundantes puedo rescatar este hilo presente sin demasiadas dificultades: estaba allí aún antes de que yo existiera, aseguro apurando los términos. Podría haber conspirado, incluso, con una teoría que calculara alternativas, pero hubiese sido inútil. La colisión estaba inserta en nuestros genes como una enfermedad potencial, dispuesta a despertar con el más pequeño de los pretextos e instalarse en el centro de la escena aunque el nombre de los protagonistas en los carteles fuera otro.
En dirección opuesta y constante, la intercepción marcó la cita y reservó asientos en primera fila, consciente de que el encuentro no sería uno más. Otro, con velocidad constante y empuje similar, no tardaría en cruzar por el mismo punto, en el mismo instante. El choque fue brutal y no por esperado menos intenso, mi hermano y yo, materia y antimateria, tratamos de ocupar el mismo espacio al mismo tiempo y nuestras duras cabezas casi se aniquilan mutuamente. Llantos, gritos, él empezó primero, ahora me tocaba a mí, sangre y mocos fueron despedidos en un radio y a una altura nunca antes vista. Comentarios insustanciales adornaron más tarde el hecho para simularlo fortuito. Una cicatriz atestigua todavía la magnitud del evento que provoco la extinción total de una feliz celebración de casamiento.
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