I
Mientras tú duermes, ellos entran por debajo de la puerta de tu habitación. Salen de los cajones desvencijados del guardarropa, o de las grietas dibujadas en los muros y desfilan por los senderos invisibles de las cucarachas. No hacen ruido. Son muchos: más de cien. Trepan por el buró. Algunos se hamacan en las telarañas de la lámpara. Otros se esconden detrás del despertador a besarse impunemente, o se meten a nadar en el vaso de agua. Los que pasan por detrás de los cristales de tus anteojos, se verían distorsionados si alguien los viera. Algunos se creen cultos y se meten a las páginas del libro que ahí yace para leerlo, pero sólo leen lo que tú llevas leído: tal vez quieren comprenderte. Es la hora del éter. La hora infalible en que se abre el telón de tus sueños y comienza el espectáculo.
II
Después de hacer el amor, dos de ellos saltan a la almohada y luego se deslizan al interior de tus sueños. Tienen miedo. A los pocos minutos salen. Son de otro color, ligeramente verde, ligeramente amarillo. Saltan de nuevo al buró y convocan a los demás. Hablan largamente. Casi en silencio, como saben hablar. Su lenguaje no tiene vocablos, sólo gestos, aromas, uno que otro suspiro quejumbroso. Si sus palabras existieran serían larvas, pestañas, láminas delgadas y transparentes. Pasan los minutos. Tú roncas, metidote en tus sueños. Ellos están tranquilos: por el rombo de la ventana ven pasar a un avión que camina de puntitas, a las estrellas, a la luna lenta y frutal. A estas horas, la noche es un rumor de promesas secretas, un pliego de realidad prendido con alfileres para tapar el verdadero rostro del firmamento.
III
Faltan diez minutos para que suene el despertador. Ellos se forman en hileras geométricas, y de siete en siete van saltando a la almohada y entrando a tus sueños. Deslizándose, jugando serios y felices. Si tuvieran boca, sonreirían… Suena el despertador. Tú saltas como un hombre de resortes. Tienes dos ojos y dos orejas. Tienes párpados, pestañas, lengua y un sabor de huesos en el paladar. Luego te tranquilizas. Apagas la alarma, te sientas, tus pies ciegos buscan a tientas las pantuflas. Caminas hacia el baño. Al llegar frente al espejo y mirar tus ojos por fin bostezas perezosamente: lo que ellos ya sabían, lo que ellos esperaban. De tu boca salen más de cien cadáveres invisibles que se convierten en polvo antes de llegar al suelo. Pero también de tu boca salen más de cien almas que se funden con la realidad del nuevo día, que son el nuevo día. Un jueves más que te espera radiante afuera, como un esponjoso felino naranja de luz pura.
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