jueves, 4 de diciembre de 2008

Navegación a vela - Héctor Ranea


Después de muchos años de navegación, la vela iónica comenzó a sufrir el desgaste por los microimpactos permanentes y comenzó a disminuir su área efectiva. De alguna forma había que amarrar la Moby Dick a algún asteroide para repararla. El navegante indicó, a pocos meses de la nave, un asteroide estable que reunía algunas condiciones mínimas de supervivencia, así lo decían las cartas de navegación. No era lo ideal, pero estaba casi a mano. Pasaron los meses con lentitud dada la velocidad exigua del bajel, provocada por la disminución que preocupaba a los marineros. Al atracar en ese planeta enano, uno de los sobrestantes de proa creyó ver correr a un zorro entre las quebradas del asteroide pero, dada la duración del viaje sin gravedad, aún la mínima de este asteroide podría afectar al cerebro y provocar ilusiones o delirios, por lo que se restó importancia al hecho. La voz, sin embargo, se esparció, como en cualquier barco, en tiempo menor al que se tardó en ligar amarras al puerto improvisado. Durante los meses que llevó efectuar la reparación, hubo un excesivo número de avistamientos de serpientes, zorros y personas. El delirio se estaba haciendo demasiado común para ser simple producto de la casualidad. Entonces, decidido a actuar; el capitán se puso al frente de una misión de reconocimiento del planeta, llevándose consigo un par de oficiales y un personal de seguridad.
En un par de días de marcha, encontraron un enano vestido de una manera ridícula, rodeado de boas, zorros y, sentado a su lado, un patético personaje vestido de rey de sotas. Casi conteniendo la risa, aunque perplejos por la extraña apariencia de los personajes, los integrantes de la comitiva se acercaron al grupo estrafalario. 
—No teman, visitantes del espacio. Sabemos que nos abordaron pues están en riesgo sus vidas, así que no los consideramos una amenaza —dijo el enano con voz de niño.
—Yo leí algo sobre ustedes, pero confieso que nunca creí que pudieran existir —dijo el capitán con poca claridad en su dicción por el poco aire de la tenue atmósfera del pedrusco.
—Es que hace un par de años —el enano miró al resto de la corte esperando confirmación o rectificación— un aviador que por acá pasó se fue con esos cuentos a su tierra de ustedes.
—¡Un par de años! Al menos trescientos o cuatrocientos habrán pasado —exclamó el capitán en tono mitad docente, mitad abrumado.
—Nuestro asteroide es el centro del mundo, capitán. El Sol tarda casi doscientos años, de los que usan en su piedra para medir el tiempo, para darnos una vuelta completa —dijo el zorro, que era algo parecido a un astrónomo.
—Mas bien es al revés, le digo —dijo el capitán, pero inútilmente, porque para esto todos miraban al cielo, en el que un asteroide lejano tapaba al débil Sol. Ese momento místico pareció dejar a todos tranquilos. Al capitán y su tropa, al entender que los habitantes de ese guijarro no eran de temer y a los lugareños, que comprendieron que los alienígenas no venían en son de guerra o de conquista.
Una mujer que se sentó al lado del rey de sotas mientras todo esto ocurría, miró a los ojos al capitán Cortés. Eso fue suficiente. El pecho de ese varón se inflamó y mandó quemar la nave.
El pequeño príncipe y su boa no pudieron contener el llanto y una maldición entre dientes: ¡Maldito aviador francés!

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