Los problemas empezaron en cuanto se suicidó.
—¿Tiene el permiso?
Alzó la vista; el que le había hablado era un policía, con uniforme y todo.
—¿Permiso?
—La autorización; usted no es un muerto programado. Todos los suicidas llegan sin permiso, a la que te criaste. Ya me tienen podrido.
—Fue un arranque, no lo planeé. Malina me dejó y no pude resistirlo.
—No me importan sus asuntos personales. Acá sin permiso no entra.
El suicida bufó. —Está bien. ¿Dónde se saca?
—Eso se negocia con la encargada de admisión, cuando uno todavía está vivo. Usted salió tan apurado que ni la vio. Vaya y arregle eso.
Despertó en el interior de una ambulancia. Trabajaban sobre su cuerpo.
—Lo recuperamos —dijo un paramédico grande como un oso, apto para talar eucaliptos a mordiscones.
—Un intento frustrado —dijo la doctora, una criatura tan angelical que dolía. Cuando el oso se dio vuelta ella acercó los labios al oído del que había intentado suicidarse—. La próxima vez sea más cuidadoso y no me ponga en ridículo. Ya le inyecté el permiso —agregó retirando la jeringa—. Ahora vaya.
2 comentarios:
¡Anda! si la burocracia es como Dios: está en todas partes.
¡Una no la evade ni muerta, al parecer!
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