Me pasa que lo veo y no pienso de repente: ¿qué voy a hacer yo con este chico? Un amigo común insistió en presentármelo; porque él le habló de las ganas que tenía de conocerme. Esa noche estamos en una librería, donde quedamos en encontrarnos y de ahí nos vamos a comer a un restaurant vasco, en el que él había hecho la reserva y donde él paga la cuenta. Parte del tiempo durante esa cena me pregunto si lo que él quiere es proponerme un trabajo –él es editor- o si quiere acostarse conmigo. Quiero decir, en ningún momento se me va de la mente que él es un chico y yo soy una mujer. Pero quiero dejar la aventura correr: él me hace sentir bien. Cuando vamos a mi casa, las cosas quedan muy claras. Después de eso, empezamos a salir.
Me envía mensajes diciendo que me extraña, me habla día por medio. Se interesa por mi vida; me pregunta sobre mi pasado. Es tan bueno todo lo que hay entre él y yo, que de pronto pienso que no puede ser cierto. Me pide que le acaricie la espalda a contrapelo. Me pide que no me aleje de él. Cuando salimos, él encarga el mejor vino, la botella más cara. Compro un perfume francés, muy bueno, costoso, para estar a la altura de lo que él gasta conmigo. Compro sábanas para mi cama, blandas, con bordados.
El dice que quiere verme algún mediodía, también. Trabaja en una oficina cerca de mi casa. Tres veces a la semana hago cinco cuadras y tomo un café con él, en un bolichito. En la oficina le pagan un sueldo bajísimo y lo explotan ocho horas. Por eso, él se toma todo el tiempo que puede para escaparse de ahí. Y ese tiempo quiere pasarlo conmigo. Si por él fuera, dice, renunciaría al trabajo y se iría conmigo a una isla desierta. Pero no puede, tiene un hijo al que mantener, el que cría su ex esposa. No puede dejar el trabajo. Pidió un crédito al banco, me cuenta, para comprarse una computadora portátil. Pidió otro crédito, para arreglar la casa en la que vive desde que se separó. La madre le prestó dinero para editar a un autor, sacar un libro que él quiere sacar, de un autor que sólo él conoce. Como sea, me invita un fin de semana al casino, en una pequeña ciudad frente al río. Reserva un apart hotel, y se pasa parte de la noche jugando al black jack. No es un gran jugador; pero recupera lo que apostó. Duermo con él profundamente, siempre. Cuando despierto al día siguiente, me pongo a llorar: no puedo creer que alguien tan bello y generoso esté conmigo. Cuando él despierta y le cuento lo que me pasa, pide una botella de champán para desayunar. Soy feliz; sí, podría decir que soy feliz.
Un día, el amor sigue pero el dinero se termina.
Me veo obligada a pagar las salidas, aunque ya no sean tan espléndidas como al principio. El está incómodo; como cualquier mujer, lo primero que pienso es que ya no me quiere, o no le gusto, o tiene otra. El quiere seguir con la vida de esplendidez, pero a mi costa. Yo no puedo sostenerla. Dejo de llamarlo y él deja de llamarme a mí. El amor se desvanece en el aire. Parece que nunca hubiera existido.
Pasa el tiempo; la persona que me lo presentó me cuenta, como un chiste, que él había pedido además un crédito al banco para deslumbrarme, para enamorarme. Al principio, me siento halagada, como una princesa o algo así. Después, lo odio. ¡Qué estúpido, qué amor iba a sostener con créditos bancarios! Todavía, alguna cuota debe estar pagando…
1 comentario:
Me ha gustado mucho. Las apariencias engañan y la mayoría de las relaciones sentmentales terminan en fracaso. Tu has explicado -y de modo muy transparente- uno de los múltiples motivos.
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