Betty era una solterona fea, solitaria y agria, falta de razones para bañarse en cualquier dulzura. Rodeada de objetos vetustos y lóbregos, aguardaba en soledad el final inevitable, contando los minutos que faltaban para que la muerte la sacara de una vez del abismo de aflicción en el que estaba sumida.
Por eso, cuando abrió la alacena para sacar el tarro de las galletas a la hora del té de un martes cualquiera, se sorprendió mucho al ver a un hombrecito de cuarenta centímetros de altura sacudiéndose las migas del impecable traje color crema.
—¿Cómo le va, señorita Betty?
—A mí bien, ¿y a usted?
—Un poco cansado de vivir en una lata.
—Me imagino; podemos solucionarlo. ¿Quiere compartir mi cama? —Betty estaba en condiciones de saltearse todas las etapas intermedias, por eso fue al grano de un modo que podría calificarse de grosero. Pero le dio resultado.
—Será un honor. Podríamos tener sexo día y noche —dijo el diminuto caballero—. Soy infatigable, y usted es muy hermosa. Pero debo hacerle un par de pedidos.
Betty estaba segura de que podría satisfacer cualquier exigencia de su nuevo novio. —Diga.
—Hable con el autor para que no remate el cuento con uno de sus habituales y ridículos trucos. Dígale que no me haga crecer, que no me traslade a otra dimensión y, por sobre todas las cosas, que no se cohíba por el hecho de que este cuento se parece un poco a una película de Pedro Almodóvar. Esta todo muy bien así, que no toque nada. Y, de paso, dígale que no la reduzca, embellezca o modifique a usted, ¿puede ser?
—No se preocupe; yo le digo todo.
—Gracias.
Betty me habló telepáticamente y yo accedí a sus pedidos. Betty y el hombrecito fueron felices durante un millón de caracteres con espacios, hasta que otro escritor decidió usarlos en un cuento trágico que no viene al caso (asunto de él, a fin de cuentas).
Ahora, una vez corregido, y mientras le doy una última leída antes de publicarlo, me digo por enésima vez, sin culpa ni arrepentimiento: ¿por qué no se pueden escribir, de tanto en tanto, cosas como esta?
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