Mi hermana y yo despertamos mucho antes de que amanezca y empezamos nuestro trabajo, bajar cada una de las estrellas que alumbran nuestras noches.
Es una labor pesada pero nos pagan bien. Y así nos vamos caminando de pueblo en pueblo, de ciudad en ciudad, de país en país y de continente en continente. Tenemos que apurarnos para que no nos agarre el día en plena acción.
Para facilitarnos las cosas, amarramos cada lucero con un hilo invisible que vamos jalando y lo enrollamos en su carrete. Cuando ya la tenemos en la mano la depositamos rápidamente porque si se toca unos segundos de más el brillo se le cae.
Cada una de ellas tiene su propia funda, unas son más grandes y otras más pequeñas, pero la mayoría son de cinco puntas.
Los estuches los lanzamos a los mares por los que vamos pasando. No tenemos que memorizar esos sitios, porque las gaviotas, antes de que anochezca, con sus graznidos despiertan a las luminarias y éstas empiezan a desperezarse, hasta que se incorporan tan rápido que parecen flechas de luz que se van a clavar en esos hoyos negros que tienen como asientos.
A veces, con la prisas, se nos olvida lanzar todos los astros a las aguas. Eso es lo más triste del trabajo, por eso algunos días cientos de bañistas encuentran estrellas de mar varadas entre la espuma de las playas, pero lo bueno es que cada vez que alguien pide un deseo nace una nueva, por eso a veces el trabajo se nos acumula.
Mi hermana y yo tenemos mucho tiempo trabajando en esto. El patrón dice que muy pronto nos dará un buen ascenso y nos juró que algún día formaremos una nueva constelación que le dará más brillo a la noche.
3 comentarios:
Precioso!
Olga.
Gracias mil por comentar.
Ferviente lector suyo soy.
Gracias, José Luis, es un honor tener lectores así...
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