
1
—¿Te consideras culpable de tu muerte?
—¡No! ¡Es la enésima vez que les digo que fui asesinado!
—Pero las testigos no dicen eso. Ellas te vieron entrar al edificio.
—¿Y eso basta para darles la razón? Ustedes saben que me metí a una trampa.
—Sólo di que te tiraste, hombre. Inventa el motivo, ¿acoso?, ¿depresión?, ¿desamor?, lo que tú quieras, pero di que no querías vivir más.
—Quieren limpiarse el excremento que llevan dentro, ¿verdad?
—Coopere con nosotros, monsieur Legrand. Tus hijos te lo agradecerán.
—¡Enfermo de mierda, los denunciaré por difamación post mortem!
—Cálmese, amigo. Sólo di que sí y todo habrá terminado. Además, yo no hablaría de difamación —y susurrando—: Aquí no hay prensa, estamos en nuestros minutos de gracia.
—¡Jamás! No seré cómplice de mi propia muerte… ustedes, sucios sabuesos, lo planearon todo.
—¿Pero qué dices Legrand? Sin duda ha perdido la cabeza.
—Tal vez la vida, pero no esto —dijo, apuntándose la sien—. Juro que me vengaré.
2
—No hay caso, Alfred. Devuélvelo al más allá, es inútil hablar con los muertos.
—Sí, señor.
Después de una larga espera:
—Pero qué pasa, Alfred. ¡Pulsa el maldito botón!
—Lo estoy haciendo señor, pero creo que la máquina no funciona.
—Que la máquina qué, déjate de tonteras, Alfred. Mira que aún no te contratamos.
Alfred pensó que su jefe era un idiota.
—Te escuché, Alfred. ¿Olvidas que domino la telepatía?
—El idiota soy yo, señor. No usted.
—Ja, ja, ja, te engañé, Alfred. Me gusta tu franqueza, muchacho. Pero aquí aprenderás a ser hombre.
3
Mientras tanto, el muerto se retorcía de dolor. Sus células no respondían al oxígeno:
—Déjenme en paz, por favor. El dolor me corroe.
—Es lo que tratamos, camarada, pero creo que ni en el infierno te quieren.
—Siempre supe que tú estabas detrás de las desapariciones, bastardo lameculos… ¿Piensas que la verdad no se sabrá?
—¿Pienso? Claro, amigo, qué crees, sólo es cuestión de callar a las dos testigos. Nosotros siempre hemos tenido la razón.
—Ya lo creo, pero también las dictaduras caen…
—¿Y quién los reemplaza, eh?, dime, ¿quién los reemplaza? Son los mismos, Legrand, ¿aún no se da cuenta? Los mismos camaleones prestos al camuflaje.
—Algún día…
—¿Algún día qué, francés? ¿La toma de la Bastilla? ¿La caída de las torres gemelas? —y dirigiéndose al practicante—: ¡Alfred, apágalo ya, este francés me esta reventando los huevos!
4
—Imposible, señor. La máquina no funciona.
—Con máquina o sin máquina, éste debe volver a morir. El gobierno nos paga para ello, Alfred, para mantener el statuo quo. Nunca pierdas la perspectiva.
—Sí, señor.
—Ahora, prende el crematorio y trae un hacha. Lo haremos a la antigua… Y convoca a la prensa, diles que el demócrata ha perdido la razón. No permitiremos que un extranjero llegue al poder, Alfred. Y menos un apestoso francés.
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