El primer mensaje le llegó cuándo estaba tratando de dar forma a un cuento.
Esa tarde había sido infructuosa. Las ideas llegaban y se iban sin que él pudiera plasmarlas. Hacía tres días que estaba en su casa de fin de semana, aplicado a terminar aquel dichoso relato para participar de un concurso que cerraba la semana próxima. Por eso decidió buscar aislamiento en las playas del sur, en el balneario fuera de temporada.
No hubiera podido elegir un momento peor. El clima, hasta ese preciso día, había sido lluvioso y frío. Pero aquella tarde, en la que no se le ocurría absolutamente nada, la lluvia se había convertido en tormenta cerrada. Desde el ventanal del estudio podía ver el mar embravecido rompiendo en la escollera.
Al caer la noche sólo los relámpagos iluminaban el oleaje, y él seguía empecinado frente al monitor de la computadora. No me voy a ir a dormir en tanto no se me ocurra algo, pensó. Había estado dándole vueltas a unas ideas de posesión satánica. Es más, había revisado algunas páginas en Internet sobre el tema. Lo único que había rescatado de su búsqueda era una especie de extraña cruz invertida, en forma de tridente, con los extremos de las puntas redondeadas. Lo dejó de salvapantalla. Desechó el resto de las ideas.
Todo estaba en penumbras. Excepto el monitor y una lámpara que iluminaba tenuemente el teclado.
Contra lo que indicaba la experiencia, siguió tratando de forzar las ideas. Su actitud, ante un bloqueo, era dejar de escribir, permitiendo que su mente vagara entre pensamientos dispersos. Luego, como por arte de magia, aparecía el desarrollo completo. Por lo general un buen comienzo necesario para atrapar la atención del lector. Luego una anécdota rica pero sintética. Por último el remate, sorpresivo, una sola frase devastadora. En determinadas ocasiones se le presentaba el final. Desde ahí trabajaba el resto de la historia. Algunas veces la clave se la había traído un sueño. En otras oportunidades el concepto general se le había presentado completo, sin avisar. Pero esa noche estaba yermo de ideas. Cualquier cosa lo distraía.
Las ráfagas de viento de la sudestada aullaban entre las piedras; retumbaban los truenos lejanos y los ramalazos de agua azotaban los ventanales. La casa, como toda residencia solitaria, tenía sus propios ruidos, su vida propia.
Él estaba solo en el lugar; más aún: daba la sensación de que aquel fin de semana era el único habitante del pueblito costero, lo que se sumaba a que ya de por sí en invierno se producía una merma importante de residentes.
Estaba tecleando algunas palabras con desgano cuándo apareció el cartelito que decía:
“Ha recibido un nuevo mensaje en su correo electrónico”.
Abrió el mensaje.
Asunto: ideas. De: Luzbel.
“¿Qué te parece un tipo solo en una casa en la playa, en medio de una terrible tormenta, tratando de escribir algo, pero absolutamente vacío de ideas? ¿Qué te parece el miedo y el desasosiego creciendo en él sin causa aparente? ¿Qué te parece que reciba un mail del mismísimo Demonio y una llamada de allá, de dónde nunca te animarías tan siquiera a preguntar?”
—¿Quién carajo se habrá tomado el trabajo de joder?
Su celular comenzó a emitir la melodía de "Así hablaba Zaratrusta". Atendió.
—¡Hola!
—Hola. ¿Recibiste el mensaje?
—Si. ¡Boludo!... gracias por las ideas. Seas quién seas.
La voz del otro sonaba como si estuviera en un sitio abovedado. Era profunda y grave.
—Creo que sabés quién soy. Pero te haces el distraído. Ya te lo dije en el mail. ¿Y si te voy a visitar y cambiamos algunas ideas? Un poco de fama y dinero no le hacen mal a nadie.
—¡Mirá, pedazo de tarado, tu bromita ya estuvo bien! ¿Querés rescribir el Fausto a mi costa?
Apretó la tecla roja y tiró el celular sobre el escritorio.
Todo el maderamen del chalet parecía estar acomodándose al mismo tiempo. La tormenta arreciaba. Le pareció escuchar unos pasos en el piso superior. Eran las ramas del pino agitándose contra el tejado.
La musiquita del celular de nuevo. Miró el display de luz azulada. El identificador de llamada indicaba: 666.
¿Cómo lo habrá hecho?, pensó.
—¿Qué querés? —preguntó enojado.
—Que quería. Quería ayudarte. Por supuesto a cambio de algo. —La voz pasó de la pena a la ira—. Ahora es demasiado tarde. Lo que quería lo voy a tomar por mi cuenta. Estoy justo detrás tuyo…
2 comentarios:
Como para no tentarse con cosas raras cuando las musas andan renuentes... Muy bueno, Ricardo.
Muy buen cuento. Felicitaciones
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