—¡Espere vieja! —le grité desde la mesa. Pero la viejita es así: todo corazón. Una santa. Ella todo lo arregla, con esas manos de madre hacendosa. Y tanta delicadeza que pone para hacer las cosas, con el mismo cariño con que nos cocina y nos despierta para el trabajo.
Yo le dije que espere. No se meta en cosas de pareja, le dije. No conviene. Pero la vieja es así, como le digo. Vino de acariciar a los pibes que se apretujaban, temblando y tapándose las caritas, en aquel rincón, pasó a mi lado y encaró. Yo primero le dije: ¿por qué no espera un poco? ¿Eh, vieja?
Pasó que el goruta —mi cuñado— le estaba dando flor de paliza a la negra, y la viejita, tan metereta, tenía que hacer algo. Es pura bondad la vieja. La negra sangraba un poco por la nariz. Todo porque el goruta traía un mal día, y medio chupado para colmo. Es una bestia el goruta. Con decirle que ya había desclavado el tabique del baño para hacerse de una madera con que pegar mejor. Yo no pensé en meterme, ni loco. Así desarmara la casilla. Me saca dos espaldas.
Los vecinos habían empezado a tirar piedras sobre el techo pero el goruta no dio bola.
La viejita, entonces, con esa experiencia para arreglar las cosas más difíciles, fue y lo tranquilizó. Es de no creer mi vieja. La suavidad, la dulzura que le brota para todo lo que hace. Bien tranquilo se quedó el goruta.
Yo, aquí donde me ve, no más le grité:
—¡Espere vieja! —y le alcancé por debajo de la mesa un sifón de vidrio de litro y cuarto.
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