miércoles, 17 de diciembre de 2008

Adaptación - Carlos A Duarte Cano


Sugira nadó con el vientre pegado al fondo e impulsándose con el acompasado ondular de sus protoaletas. La boca abierta succionaba el limo cada vez que detectaba una zona prometedora. La masa verdusca era reciclada varias veces, filtrada, y distribuida según su naturaleza: la materia orgánica, desde los pequeños vertebrados crujientes hasta el plancton, pasando por los jugosos gusanos y los elementos en descomposición, bajaba hacia el tracto digestivo; las partículas inorgánicas eran expulsadas junto con el agua a través de las aberturas frontales 
Hacía hambre.
La comida escaseaba en el Medio y era necesario alejarse para satisfacer las demandas y aportar a los menores. En compensación, las grandes bestias también raleaban y la vida era más tranquila. 
De vuelta a casa, Sugira evacuó los desechos de la primera digestión. Estos pasarían por los antiguos tubos y se mezclarían en una masa amorfa que luego sería segmentada y distribuida para alimentar a los desvalidos que aun no eran capaces de proveerse de alimento.
Era malo que el Medio estuviera perdiendo los nutrientes. Debía ser culpa de los dioses, pensaba Sugira, ya que, según las escrituras, era misión divina el fertilizar el Medio. 
Sugira se arrastró en el espacio seco donde se reunían tras los rigores del trabajo. Anias y Coores ya estaban allí, tan entretenidos que no se percataron de su llegada. Coores, de espaldas sobre las lozas musgosas, ofrecía el vientre a su compañera que le limpiaba las escamas con su lengua raspadora. Todo debía ser aprovechado y reciclado para la cofradía.
En un rincón Opiteas meditaba, tal vez en el próximo sacrificio. Apenas nadaba y no aportaba lo suficiente. Sacrificarse por los dioses debía ser la máxima felicidad para los cofrades.
Mardes la recibió con muestras de alegría. 
—¡Sí que tardaste hoy, Sugira!
—Ya sabes, el alimento escasea y es necesario un sacrificio extra —contestó.
—¡Murgado sacrificio! —intervino Opiteas—. ¡Los dioses se van y moriremos todos!
Sugiera pretendió ignorarlo y se puso a raspar la espalda de Mardes, impregnada de las miasmas del desaguadero. Su lengua disfrutó deslizándose entre las escamas, capturando los detritos adheridos y despegando las costras de grasas. Casi había conseguido olvidar la incómoda intervención de Opiteas cuando este volvió a quejarse:
—Les digo que no habrá comida y nos iremos todos a la mugre. ¿Es que acaso están sordos que no escuchan el rugir de los dioses allá afuera? 
—¡Bin Opiteas, descámate y métete de una vez en el antro del Sacrificio! —saltó Coores amenazante.
Opiteas se aconsejó y se acurrucó en el rincón más oscuro.
Hubo silencio. Tras la higiene vino el sexo, lo uno llevaba a lo otro como una consecuencia casi infalible. Después de recorrer la espalda y el vientre de Sugira con su lengua, Mardes comenzó a hurgarle el ano y a deleitarse con el contenido; ambos se excitaron cada vez más. Sugira ripostó succionando uno de sus órganos intromitentes y pasaron a la franca contienda erótica hasta alcanzar el climax.
Minutos después, en la oscura intimidad del lugar oscuro, Marnes se atrevió a confesar su inquietud.
—¿Y si Opiteas tuviera razón?
—¿Lo dices por los ruidos?
—Tú también los escuchas ¿no?
—Lo hago, pero no lo cuestiono. Los dioses nos crearon; nuestras vidas les corresponden.
—¿De veras lo crees, Sugira? ¿O sólo repites las escrituras?
Lo miró confundida.
—¿De qué nos serviría saber? No hay nada que podamos hacer al respecto.
—A mí me gustaríasaber, antes del Sacrificio. Quiero hacerlo.
—¿Cómo? 
—Ayer espié a Opiteas. Conozco un lugar. Sígueme. 
La condujo nadando a través de los túneles poco explorados del norte. Tomaron tierra en un ancho promontorio y remontaron con dificultad una elevación irregular. La luz era aquí tan macilenta que avanzaban a tientas. Después de mucho ascender, Sugira pudo ver un fragmento desnudo en la interminable regularidad de los túneles. Se filtraban unas extrañas luces blancas. 
 —Sube, Sugira —ofreció Marnes encorvándose.
Trepó sobre sus hombros y sacó la cabeza por la abertura.
Los puntos luminosos se multiplicaron hasta provocarle náuseas. Unos monstruosos túneles verticales cuajados de luces los rodeaban. Luego fue el sonido, ese sonido aterrador que los perturbaba, y la gran casa que se elevó en medio de un infierno de llamas hasta convertirse en otro punto brillante.
—¡Estamos condenados! ¡Los dioses en verdad nos abandonan!
Descendió de su espalda. Él la abrazo con fiereza.
—No, Sugira, ¡viviremos! —exclamó con su voz gutural y la besó con pasión bajo las mudas estrellas.

No hay comentarios.: