Cuando no hay nadie para escucharlos, los árboles caen en silencio. Cuando no se los mira dejan ver el bosque. Cuando nadie hace leña del árbol caído éste se levanta y se va. Porque los árboles son así, siempre están exigiendo que se les preste atención pero nunca la devuelven. ¿Cuándo fue la última vez que un árbol se dignó a mirarte? ¿Cuándo reaccionó alguno contra los que les tallan corazones? ¿Cuándo les importó que sepamos que son de madera?
Y es su constante pedido de atención el que nos atrae, el que nos hace jugar en el bosque creyendo que el lobo no está, el que nos hace ir por las ramas, el que nos recuerda que alguna vez estuvimos allí, saltando felices de copa en copa y no caminando en posición erecta y cargando con un cerebro tan grande que nos hace ser conscientes del paso del tiempo y nos hace ver a la vegetación como una manifestación de la vida que se regenera periódicamente en un ciclo de estaciones que no es más que la miniaturizada metáfora anual de nuestra existencia.
Los árboles se plantan ante nosotros y se pavonean de tener hondas raíces, hacen gala de su capacidad de obtener frutos sin esfuerzos, algunos incluso no tienen pudor de mostrarse florecientes, derrochando verdes.
Y sin embargo, sin embargo, nos alejamos unos metros y los extrañamos, les conferimos poderes místicos, religiosos, recordamos en el paraíso al Paraíso, donde por comer del fruto del Árbol del Conocimiento nos perdimos la oportunidad de alcanzar el Árbol de la Vida, que da doce cosechas, que da frutos cada mes, que sus hojas son para la curación de las naciones, que es el Eje del Mundo que une Cielo, Tierra e Infierno. Son dragones, grifos y monstruos quienes cuidan que no nos acerquemos a sus tesoros, a sus doradas manzanas, a sus vellocinos de oro, a sus fuentes de la Inmortalidad.
Los árboles son simbólicamente inabarcables. Por eso hay que hacer abstracción de ellos.
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