El pequeño arbusto había nacido a duras penas entre las matas grisáceas y el pedregullo. Su tallo fue engrosándose con dificultad, hasta que de él desbrozaron las primeras ramas cubiertas de hojas verdes. Los niños lo descubrieron primero. Se acercaron con extrañeza y luego lo rodearon, tomándose de las manos. Hicieron una ronda y ensayaron la vieja danza de los arlequines. Después llegaron las calandrias y los mirlos y le dedicaron algunas notas y desde alguna cornisa cercana, ennegrecida de hollín, arrulló una torcaza.
Un hombrecito de tez cenicienta vestido de smoking y galera se acercó, intrigado, y al verlo exclamó: —¡Esto es imposible!
Pronto se le sumó una multitud. ¡Qué escándalo!, dijeron a coro. ¡Debe hacerse algo, rápido! vociferaron. Entonces la sombra oscura de un hacha se irguió varias veces sobre el polvo blanco del camino. Y todo volvió a ser normal en aquel paisaje, concebido tan sólo, en blanco y negro.
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