Rocío y Joaquín son hermanos muy unidos, a pesar de la diferencia de edad: ella tiene nueve años y él dieciséis. Cada tarde, cuando la niña llega del colegio, lo primero que hace es ir a su habitación para jugar con él. Sin embargo, esto no siempre fue así.
Antes, Joaquín no sólo ignoraba a su hermana, sino todo aquello que no fuera su computadora. Estaba el día entero sentado frente a ella, ni siquiera la dejaba para comer. A cada hora chateando, subiendo fotos, viendo fotologs… Su madre ya no sabía cómo hacer para que se desconectara de ese mundo, no había retos ni castigos que surtieran efecto. Cierta tarde, resignada, le dijo: “Parecés una planta, todo el día ahí sentado, sin hacer nada.” Esto le causó mucha gracia a Rocío, que casi se descompuso de la risa. Pero ni sus estridentes carcajadas parecieron afectar a Joaquín, que seguía anclado al monitor. La madre meneó la cabeza, indignada, pero en ese momento mucho no podía hacer porque tenía turno con el dentista. Entonces se marchó, apurada, y Rocío quedó haciendo la tarea en el comedor.
Una hora después, cuando la niña se dirigía a su habitación para buscar un libro, pegó tremendo alarido por lo que vio. Su hermano seguía sentado frente a la computadora, pero lucía muy distinto. Sus pies habían tomado la forma de raíces retorcidas, las cuales habían roto el parqué y se hundían en el piso. Pequeños tallos le salían de las orejas, los orificios nasales, la boca… De todo el cuerpo. Rocío se aproximó con pasos cautelosos, tocó con la punta del dedo el hombro de Joaquín y lo llamó, pero él no contestó. Entonces, armándose de coraje, la niña extendió la mano y con ella acarició sus mejillas, y pudo notar que su hermano estaba duro, petrificado. Llorando, Rocío corrió hasta el teléfono y se comunicó con su madre. Cuando esta llegó, no dio crédito a sus ojos y la embargó la desesperación.
Los días pasaron y Joaquín no mejoró, al contrario: lentamente una corteza áspera fue cubriendo su piel y los tallos se convirtieron en vigorosas ramas pobladas de hojas. La madre sabía que nadie, jamás, creería semejante historia; por eso, cuando comprendió que la metamorfosis era irreversible, decidió declarar a su hijo como desaparecido y puso fin al asunto.
Meses más tarde tuvo que talar el árbol, pues las raíces estaban destruyendo los cimientos de la casa y las ramas amenazaban el techo y las paredes. En su conciencia, su hijo verdaderamente había desaparecido, y aquello que crecía en su cuarto no era más que un vegetal inoportuno. Sin embargo, no se atrevió a tirar la madera al fuego, sino que la cargó en el auto y la llevó a una carpintería.
Y por eso todas las tardes, cuando Rocío llega de la escuela, pasa horas y horas jugando con el caballito de madera que, para ella sí, continúa siendo Joaquín.
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