Alberto C era un escritor de fama. De él se decían muchas cosas: pedante, genio, malhumorado, brillante, obtuso, pobre, buen escritor. Algunos rumores sobre él ponían en duda su mención sobre la ética. Digo mención porque Alberto hablaba mucho sobre la ética y sobre cómo se debe ser ético, sobre la postura ética. Y ya decía mi abuelita que si me dices lo que tienes te diré lo que te falta.
Tenía un taller literario sobre el que había muy poco para reprochar y menos para rumores. Algunos escritores jóvenes de cierto renombre y, es justo decirlo, algo de moda, habían salido de su taller.
Nunca supo por qué había iniciado el taller con cierto desgano; no había sido ni por dinero ni por fama. Con el tiempo descubrió dos cosas: que al intentar enseñar lo único que se puede asegurar es que se aprende y que, las discusiones, los ejercicios, las correcciones y los cuentos del taller, eran una fuente muy rica en ideas. No me atrevo a hablar de plagio, sólo de una delgada línea, borrosa y cruel, que a veces se traspasa.
Su aprendiz más joven era apenas un adolescente y lo aceptó sólo porque vino con un libro de Bradbury, uno que él había leído a más o menos a la misma edad.
En una de las clases, el aprendiz le mostró un cuento nuevo. Alberto lo leyó en silencio. Había que retocar aquí y allá pero la historia era conmovedora, bien narrada. Un muy buen cuento.
Ves, le dijo al joven escritor, esta frase que dice que la viejita se mecía con deleite es un tanto empalagosa, no nos mecemos, nos hamacamos, ¿no?, ¿a vos que te parece?
El joven asintió. Andá nomas le dijo, poné algo como la vieja se hamaca, trabajalo un poco, la historia se agota rápido.
El joven se fue, acostumbrado al trabajo duro y al rigor.
Alberto se quedó pensando, escribió unas líneas, siguió pensando. ¿Y si lo vuelvo a escribir con lo que me acuerdo? Un ejercicio clásico, escribir de nuevo una historia conocida o un cuento famoso. En realidad es una recreación, sólo voy a agregar calidad.
Se publicó, se consideró en las obras escogidas, se mencionó, se tradujo. Del joven nada se supo.
A esta altura, si esa línea gris, a veces grosera, se traspasó, no importa. Si el joven hubiese podido ser un gran escritor, nunca se sabrá. Por eso que se dice que los grandes persisten, se abren camino igual. Pero también existen las monedas que caen del otro lado y un destino que cambia.
Alberto nunca, pero nunca, pudo pasar de aprendiz y eso sí, es una certeza.
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