Los seres humanos, poseedores de inteligencia y curiosidad, intentaron desvelar los secretos del mundo que los rodeaba, mas no pudiendo desentrañar todos los enigmas, convirtieron en mitos y supersticiones lo que no pudieron explicar. A pesar de sus dudas se creyeron superiores a las demás criaturas e incluso osaron creer que la existencia del Universo se justificaba por la suya propia.
Pero si algo les inquietó, por su incapacidad de hallar la respuesta, fue a dónde iba la esencia espiritual del cuerpo tras la muerte. Ésta acechaba a cada instante y necesitaban una esperanza, convencidos de que una inteligencia capaz de crear belleza, moldear su entorno y amar, era imposible que desapareciese en la nada.
En los albores de la civilización los humanos primitivos creyeron que los espíritus de los muertos se encarnaban en animales o plantas. Luego idearon a los dioses y les adjudicaron la tarea de velar por sus almas en un mundo perfecto más allá de la muerte. Los que ostentaban el poder concibieron religiones con las que sembraron de esperanza y miedo los corazones de sus vasallos, a fin de mantenerlos dominados. Pero las dudas prevalecieron y jamás cesaron las conjeturas, ni hallaron una respuesta definitiva.
Mientras tanto, en su natural afán de perpetuar su especie, se reprodujeron sin freno. Contaminaron el aire. Secaron los pantanos. Cambiaron el curso de los ríos. Agotaron los yacimientos minerales. Devoraron y masacraron a las demás especies animales, hasta llevarlas a la extinción. En definitiva, acabaron con los recursos naturales.
Al final los humanos perecieron en lenta agonía, siempre agarrándose al deseo de eternidad, imaginando que más allá de la muerte los esperaba el paraíso que, en su ciego egoísmo, habían destruido sin llegar a saber que era el único que jamás conocerían.
Sólo se acercaron a la verdad quienes creyeron que los organismos vivos y las materias inorgánicas de la Tierra formaban un sistema dinámico, que el planeta era un ser vivo compuesto por millones de seres vivos. Pero su estrechez de miras no les permitió imaginar que ese ente también debía de tener un alma, compuesta por cientos de miles de billones de almas. Que si para formar un ente tan colosal hacía falta la presencia viva de infinidad de seres, para completar el alma de Gaia hizo falta que muriesen la totalidad de los seres vivos del planeta.
Ya nadie habita sobre mi, sólo quedo yo, Gaia, el planeta al que sus habitantes llamaron Tierra. Una más entre las millones de conciencias planetarias que pueblan la galaxia. Pero mi estrella, la que los humanos llamaron Sol, pronto se convertirá en nova y me pregunto: ¿Habrá un Más Allá a donde vaya mi alma cuando muera?
1 comentario:
¡Muy bueno, José!
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