Parecía un hormiguero que había reventado. O una bolsa de gatos. Un síntoma revelador de la extrema gravedad de la situación era que monseñor Silva Doravante, prefecto de la secretaria de refacciones y mantenimiento, habitualmente sereno y atildado, contenía la respiración y se iba poniendo cada vez mas colorado.
—Respire un poco, Eminencia —acotó el diácono cuando notó que alcanzaba un color morado. Es que no sólo la semana anterior habían desaparecido las llaves de San Pedro, que según la antigua tradición abrían las puertas del cielo, que estaban allí desde que San Juan de Letrán fuera consagrada; no sólo había sido vulnerada la cuidadosa vigilancia de la que se jactaba su jurisdicción, sino que por los interminables pasillos corría el rumor que el mismo apóstol había sido el que las había retirado. Si esos rumores se esparcían, iban a rodar cabezas. Un sinfín de circulares y decretos atravesaron los distintos dicasterios pero nada podía contener a la multitud preocupada que llenaba la plaza y pedía explicaciones.
—A situaciones límites, soluciones extremas —dijo el anciano archidecano del cuerpo colegiado. Todos quedaron congelados, sabían bien a qué se refería.
—¿Es necesario? La última vez que él profetizó se produjo un terremoto —objetó el prefecto.
—¿Tiene alguien una idea mejor?
Nadie contestó. Enfilaron como penitentes a la colina de Santo Ángelo para consultar al eremita que hacia veinte años no hablaba con nadie ni salía de su celda. Aseguraban que tenía comunicación directa con el cielo.
—Te rogamos… —empezó el diácono, pero lo interrumpió el impaciente monseñor—; te ordenamos según la regla de la obediencia que consultes el oráculo sagrado y respondas dónde están las llaves de San Pedro.
El eremita en las sombras inclinó la cabeza en señal de sumisión y desapareció en su miserable cabaña. Después de largas horas de calor insoportable y silencio absoluto el monje reapareció resplandeciente.
—Alégrense hermanos, obtuve respuesta.
Gran murmullo de alivio, aplausos y hasta algunos irrespetuosos silbidos.
—Silencio, déjenlo hablar —rogó el joven diácono.
—En el claustro de la clausura Augusta hay una copia de las llaves, en un tarro de yerba vacío que está bajo la mesada de la cocina de Sor Anunciata; están ocultas allí desde hace cien años.
—Estamos salvados —se aflojó monseñor.
—No tanto —continúo el eremita—; la copia está, pero aunque hubiera veinte serían inútiles; en el cielo cambiaron la cerradura.
3 comentarios:
¡Buenísimo, Jorge! Me encanta esta secuela y su corolario... Y el detalle del tarro de yerba, que afortunadamente recogiste, ¡grandioso!
Gracias a tu cuento y a los comentarios jugosos, me alegra que lo disfrutes. JMartin
Genial! Me encantó la idea del cambio de cerradura.
Patricia
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