La farmacéutica loca consiguió finalmente, tras muchos y vanos intentos, hacer germinar en el jardín del manicomio las anfetaminas robadas. Los demás internos acudían todas las tardes a contemplar cómo su compañera regaba el arbusto. Más de una (y más de uno) adquiría a cambio de compensación no siempre económica un buen puñado de sus hojas; y, aunque tuvieron que soportar algún que otro electroshock poco pertinente, nadie reveló la procedencia de los pitillos aquellos con los que traficaban.
Llegada la primavera la rebelión fue a peor. Los pacientes comenzaron a inhalar determinadas flores que les sacaban de quicio; aunque eso sí, les animaban muchísimo. Los médicos nunca consiguieron encontrar el germen de aquel trastorno colectivo que acabaría por destruir la institución que tutelaban.
Finalmente, ni celadores ni vigilantes ni ningún otro medio de seguridad pudo contener la avalancha de locos que se fugó del psiquiátrico. Todos llevaban consigo una curiosa fruta con forma de gragea. Todos excepto la farmacéutica, que fue sacada a hombros: ella llevaba una cesta entera.
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