Un rey contrajo lepra. Angustiado por las ulceraciones, decidió ver qué ocurría en su reino para que alguien como él (eminente, sabio, justo) fuera rebajado a tal enfermedad.
Las calles eran pústulas pobladas por mendigos. El mercado central, un hervidero donde convivían las ollas de pescado a medio podrir, las fritangas, los caldos rancios, las manos huesudas que tocaban las mercaderías, las miradas de los vendedores que buscaban acuñar otro níquel, el excremento de las ratas, las voces de las viejas flatulentas, los perros que orinaban en cualquier sitio, los charcos hediondos que apenas reflejaban una luna menguante.
“Éstos son los responsables de mi mal”, se dijo. “Es evidente que el viento arrastró la pestilencia y llegó hasta mis alcobas.”
Dispuso entonces que el grupo de elite de su ejército arrasara a todos los pobres y menesterosos. Exhortó además a la quema de chozas. “Nada de lo inferior debe quedar en pie.”
El aroma de la sangre y el fuego llegó al palacio pasada la medianoche. Pensó que al no recibir más tales emanaciones, en breve se curaría.
Un soldado entró en su habitación. La espada mostraba los vestigios de la matanza. El hombre avanzó hasta el rey. Cuando éste sintió que el hierro se hundía en su costado, miró al rostro de su asesino. Pensó que era el único hombre digno de heredar el trono, pero ya no había tiempo para palabras.
Extraído del Cartapacio de maravillas pasadas. Siglo XII.
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