sábado, 8 de noviembre de 2008

Agruras - José Luis Vasconcelos


No le basta con mirar penosamente el ojo del enorme buitre que hurga en sus entrañas. El pajarraco cumple su misión con eficacia, al modo de esos sepultureros que acuden puntualmente a cenar con su familia tras enterrar los restos de un menor parapléjico.
Los labriegos avanzan; llevan en las picas las cabezas de los prefectos de los viejos regímenes. La angustia es azul y las rodillas ámbar.
Un dolor silba desde la pelvis. Sus intestinos se esparcen entre las peñas, piezas de un viejo reloj sobre la mesa de un decrépito relojero. Ahí el hígado, medusa desinflada; páncreas, verdosa letanía; vesícula, pequeña oruga que besa la cola de la nube que repta sábana sobre su frente.
Los huesos de la pierna ofrecen sus crujidos a la noche. La inigualable discreción de los riñones con su dulce sopor y el bazo de sedimentos negruzcos. Algo murmura la sangre con ese gorgor de combustible, pero el pez dorado brinca muy alto e impide ver los travesaños en la córnea del buitre. El brillo de una Biblia parpadea desde el píloro...
El payaso Desdémona despierta y ronronea a la noche como cúpula de iglesia dominica. Se afianza en el ático del diafragma y la luna lame la boca del estómago.
Desdémona palpa el troyano lecho. Sonríe y trata de dormir nuevamente mientras sus dedos-sabuesos olfatean cautelosos entre la maleza de la Mujer Barbada.

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