En la calle, instalado ante un diminuto tapete dispuesto en una caja, el tahúr maneja con virtuosismo los naipes junto a sus ganchos. Claro, el juego no ha comenzado.
Comienza cuando la anciana decide apostar. Las tres cartas se trenzan ágiles ante ella.
—Vamos, vamos..., pago doble el as, ¿dónde está el as?
Cuando las detiene le señala una, y como es de rigor gana la primera mano. El as se encontraba en el centro.
—¿Otra?
¡Por supuesto! Y las cartas de nuevo agitadas, y de nuevo al centro; y sí: acierta.
Los ganchos la felicitan y la anciana se sonroja. Confiada —¡cuánto le recuerdan estos señores a sus hijos!— toquetea sus chaquetas, charla, se apoya en ellos complacida; incluso permite que le sujeten el bolso mientras juega. Desde luego, no le importa que las apuestas se incrementen. ¿Por qué no? Hoy no puede perder.
Llegado el momento el as, de movedizo se torna caprichoso, diríase impreciso. Parece caer al centro, pero no: está a la izquierda. Ella, decidida, señala el centro..., y acierta.
El pasmo los deja mudos.
—Gracias —es lo último que dice. Recoge su dinero y con tanta prisa se va que olvida el bolso.
El tramposo mayor musita:
—Pero si yo puse... —y al alzar la carta de su izquierda se encuentra con otro as.
Al fin comprenden: ¡les ha cambiado la carta!
Alarmados, súbitamente conscientes de todo, se llevan las manos a los bolsillos y ninguno encuentra su cartera.
¿El bolso? Claro, está vacío.
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