Con el debido respeto a Harlan Ellison
Mi perro se sentó en la senda y ladró para llamar mi atención. “Súbeme al banco, jefe” me transmitió. “El suelo está frío”.
—Estás achacoso, Bife —dije poniéndolo al lado mío—. Te regalaré una reconstrucción de tejidos por tus treinta años.
“Son los riñones, jefe” emitió mirándome con ojos lacrimosos. “Estoy triste”.
Comencé a rascarlo con cuidado.
“¡Sí, jefe!”, se alegró. “Más abajo, por la tercera costilla… jo, jo, jo”. Pronto no necesitó telepatía alguna para manifestar cuánto mejor se sentía: sólo meneaba la cola y lamía mi rostro.
“Jefe, esa huele bien”, me dijo de pronto. “Vamos a ella”, indicó con el hocico.
—¿La mujer o la perra? —pregunté.
“La mujer. Si no puedo subir al banco, no puedo subirme a la perra”.
A decir verdad, ninguna de las dos parecía gran cosa. Pero Bife tiene sólo un criterio estético: disposición sexual. La hembra más caliente es la más bella.
—¿Y por qué ella?
“Esta mañana se untó aceite erótico y se masturbó. Después se bañó, pero todavía le queda olor a hembra”.
—¿De dónde conoces el olor de ese aceite? —pregunté intrigado.
“Por la propaganda. Vamos, te acompaño”.
No sería la primera vez que me ayudaba con las mujeres o cualquier otra cosa. Si tan sólo los mismos que habían inventado cómo darle inteligencia a los perros inventaran también cómo hacerlos vivir cien años, Bife seguiría haciendo cosas por mí hasta el día de mi muerte.
Y quizás fuera mi imaginación, pero mientras más miraba a la mujer, más apetitosa parecía.
—Vamos, socio —dije levantándome—. Si sale bien, te daré media cerveza.
“¡Genial, jefe!”.
1 comentario:
Envidiable el olfato de perro. Bife es más terrestre que el Pucheto. Muy bueno!
Publicar un comentario