Ojeda la interceptó en los andenes que daban a la zona sur de la estación. Eran las tres de la tarde; los trenes suburbanos echaban incontables remesas de cuerpos en la ciudad.
—Es ella, estoy seguro —me dijo.
Dudé un instante.
—¿Le parece? Hay algo distinto —me permití decirle a mi superior.
—Pero no, hombre. Además, todas estas chinotas son iguales. Qué puede ser distinto, a ver, decime.
Me quedé en silencio. El altoparlante anunció la llegada de otro expreso. De lejos venía la voz hiriente de una predicadora evangelista. “El momento de volver a Dios”, decía, “esta ciudad es una hembra pecadora, la gran ramera de Babilonia, ya es el momento de volver a Dios”.
—Vamos; en esa valija tiene la merca —me habló Ojeda casi al oído.
Nos acercamos. De alguna manera la mujer parecía conocernos.
—Tiene que acompañarnos. —La voz del superior sonó áspera, metálica.
—Señor, prontito viene mi tren.
—Qué tren ni qué tren. Venga le digo.
Se dejó llevar. Sus ojos despedían ese brillo mineral de las piedras húmedas. Fuimos a una oficina abandonada.
—A ver, mostrame lo que tenés.
—Por favor.
Ojeda me miró.
—¿Ves, pibe? —me dijo con aire de haber ganado otra carrera—, a esta altura ya no me equivoco. A ver, mostrá la droga.
La mujer se nos quedó observando. Yo nunca había sabido que alguien podía mirar así, con todo el cuerpo, con el extremo punzante de cada fibra.
—Abrí el bolso, che, te estoy hablando.
Se quedó quieta. De pronto supe que iba a comenzar a llorar.
Ojeda se lo quitó de las manos y comenzó a correr el cierre. Se trabó, de modo que tuvo que pegar un buen tirón. Ella dio un salto, como si algo le doliera en la piel.
—Pesado, una linda carga.
Entonces lo abrió. Y lo vimos. No entendimos la situación; no supimos qué hacer, qué decirnos. Un niño muerto; apenas un bebé en medio de unas telas azules.
El llanto llegó lentamente, napas y napas subterráneas que brotaban de pronto en medio del ruido y la vorágine.
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